¿Un impasse del liberalismo?

Defensa de la autonomía, la vida y los fines individuales: una respuesta estructurada a las críticas al liberalismo

Por Leandro Castelluccio

Foto de portada: Javier Milei, político, economista y escritor argentino de filosofía política libertaria, asociado a la escuela austriaca de pensamiento económico.

Las críticas contemporáneas al liberalismo —y en particular a su versión más estricta con énfasis en la autonomía individual— suelen articularse sobre tres ejes recurrentes: (1) la acusación de que la libertad absoluta conduce a resultados socialmente destructivos (p. ej., la “tragedia colectiva” de recursos compartidos), (2) la idea de que el acuerdo voluntario no basta para proteger bienes que trascienden la negociación (como el ambiente común o la integridad de futuros no nacidos), y (3) la sospecha de que una defensa rígida de la propiedad y la no coerción ignora desigualdades estructurales que requieren correcciones redistributivas.

Estas objeciones apelan con frecuencia a intuitos consecuencialistas: medir consecuencias agregadas y juzgar políticas por su efecto neto en el bienestar agregado. Sin embargo, cualquiera que acepte la primacía de la dignidad, la autonomía y la condición del individuo como fin en sí mismo debe mostrar por qué dichas objeciones no bastan para anular la exigencia moral de respeto radical a la autonomía y a la vida individual. Ese es el objetivo de este ensayo: responder a las objeciones, corregir malentendidos y mostrar por qué una ética fundada en principios —centrada en la dignidad individual y en la no instrumentalización— ofrece una alternativa normativamente más sólida y humanamente honesta que el consecuencialismo agregado.

Muchas de las intuiciones que criticamos merecen respeto (por ejemplo, la idea de que algunos bienes superan el acuerdo voluntario), pero su reconocimiento no obliga a abandonar la conclusión central: la autonomía y los fines privados del individuo deben ser respetados como no condicionales frente a la mera agregación de bienestar.

Una objeción clásica afirma que si los resultados agregados son mejores, sacrificar a unos pocos puede justificarse. Este razonamiento presupone dos supuestos muy fuertes: (a) que las experiencias humanas son conmensurables y sumables en una única métrica, y (b) que tenemos acceso epistemológico suficiente para conocer y predecir esas consecuencias y compararlas con fiabilidad. Ambos supuestos son problemáticos. En primer lugar, la experiencia humana está compuesta por bienes cualitativamente heterogéneos —frecuentemente inconmensurables—: la integridad personal, el proyecto vital, la fidelidad, la autonomía y la comunidad poseen naturalezas distintas que no se reducen a “unidades de felicidad” intercambiables. Intentar sumar pasiones, proyectos biográficos y vínculos como si fueran volúmenes homogéneos supone una violencia conceptual contra la singularidad de cada vida. La pretensión de una “aritmética moral” que convierte vidas en fichas intercambiables falla tanto en su eje axiológico como en el epistémico.

En segundo lugar, la predictibilidad requerida por el consecuencialismo es ilusoria en sistemas sociales complejos. Las cadenas causales son ramificadas, dependientes de condiciones iniciales y abiertas a efectos no lineales; pequeñas variantes pueden engendrar resultados radicalmente distintos. Por ende, basar obligaciones morales fundamentales en proyecciones de estado final es epistemológicamente inseguro. Más aún: cuando una ética depende de cálculos que no podemos conocer con fiabilidad, la moralidad queda a merced de conjeturas y del poder administrativo que declara saber lo que es “mejor”. La ética debe anclarse entonces en principios que sirvan de límites epistemológicos y normativos a la instrumentalización de las personas.

Frente al argumento utilitarista de que el bien agregado justifica medios excepcionales, la afirmación de la dignidad individual actúa como cláusula de inviabilidad: ciertas acciones son moralmente inadmisibles por su propia naturaleza, no por su saldo posterior. Tratar a una persona como mero medio es violar su estatuto moral. Esa aserción no es caprichosa: se apoya tanto en la tradición kantiana —que considera a la persona como fin en sí misma— como en críticas contemporáneas que ven en la instrumentalización un atentado contra la integridad personal. Debemos virar hacia una deontología centrada en la persona que articule precisamente esta salvaguarda: los principios de autonomía, no instrumentalización y respeto a la vida operan como límites previos a cualquier cálculo agregado. La defensa de la libertad no es un capricho libertario, sino una exigencia que protege la posibilidad misma de una vida con sentido, proyectos y responsabilidad individual.

Una crítica legítima reconoce que ciertos bienes —el patrimonio natural, ciertos ecosistemas, o recursos que sostienen la vida a largo plazo— generan motivos para restricciones colectivas. La respuesta principial aquí debe ser matizada: aceptar que hay bienes que pueden justificar límites a la negociación voluntaria no implica automáticamente validar políticas que instrumentalicen personas mediante coacción masiva o arbitraría redistributiva. Aquí conviene distinguir entre dos niveles: (1) la legitimidad de introducir normas que protejan bienes comunes mediante acuerdos públicos democráticos y (2) la naturaleza moral de la obligación impuesta. Incluso cuando una colectividad decide acordar límites o regulaciones, es legítimo exigir que esas reglas respeten, en lo posible, la autonomía y la dignidad de los individuos y que se implementen mediante procedimientos que ofrezcan compensación justa, consentimiento estructurado o mecanismos de restitución. No se trata de negar la importancia de proteger bienes supraindividuales, sino que se reclama que la protección no proceda por la vía de la mera instrumentalización ni por la confiscación arbitraria del tiempo vital de las personas.

El debate sobre la inteligencia artificial y la manipulación genética, por ejemplo, introduce un dilema ético similar. Ninguna persona, por sí sola, puede evaluar las consecuencias de liberar al mercado tecnologías que reconfiguran la estructura cognitiva o biológica de la especie. El argumento liberal clásico —que apela al acuerdo voluntario entre partes informadas— parecería disolverse ante escenarios donde los afectados no han nacido aún o donde los riesgos son irreversibles. ¿Puede hablarse de “consentimiento” cuando las generaciones futuras no pueden negociar las condiciones del mundo que heredarán? Este tipo de dilema revelaría los límites del contractualismo puro y apuntarían a la necesidad de principios que protejan bienes no negociables sin convertir esa protección en una nueva forma de tutela autoritaria.

Sin embargo, el reconocimiento de riesgos que trascienden la negociación no debe llevarnos a renunciar a la noción misma de acuerdo voluntario. Precisamente porque vivimos en sistemas cada vez más complejos, donde las consecuencias de la acción humana se expanden más allá de la previsión individual, se vuelve aún más crucial sostener espacios de consentimiento y deliberación libre. La alternativa —la sustitución del juicio individual por decisiones tecnocráticas justificadas en nombre de la “seguridad colectiva” o del “riesgo sistémico”— puede parecer prudente, pero encierra una deriva autoritaria de nuevo cuño: la de los expertos que declaran saber lo que conviene a todos, anulando el derecho de cada uno a decidir sobre su propio destino. No es el peligro tecnológico lo que amenaza la libertad, sino la pretensión de inmunizar a la sociedad frente al riesgo mediante la supresión del consentimiento.

El acuerdo voluntario no es una garantía de perfección moral ni de infalibilidad epistémica; es, más bien, un principio de legitimidad que reconoce los límites del saber y la dignidad de la elección. En una época fascinada por los algoritmos predictivos y las inteligencias artificiales, mantener viva la idea de que la persona sigue siendo la fuente última de valor moral constituye un acto de resistencia filosófica. Cada contrato, cada pacto libre, por más imperfecto que sea, encarna una confianza fundamental: la de que los individuos, en diálogo y cooperación, pueden autorregularse sin requerir tutela permanente. Desconfiar de esa capacidad equivale a dudar de la humanidad misma.

Frente al vértigo del control tecnológico y el atractivo de la gestión total, el acuerdo voluntario funciona como un principio civilizatorio: no porque asegure resultados óptimos, sino porque preserva el carácter moral de la acción. Solo el consentimiento libre puede transformar la obediencia en cooperación, y la coexistencia en comunidad. Renunciar a él en nombre de la eficiencia o de la prevención es abdicar de la condición humana como fuente de sentido. Por eso, incluso en escenarios de incertidumbre radical, la tarea no es reemplazar el consentimiento, sino profundizarlo: educar, deliberar, transparentar, ampliar la comprensión y la responsabilidad compartida. En la fragilidad del acuerdo libre reside la fortaleza moral de una sociedad verdaderamente humana.

Una crítica habitual al libertarianismo apela al carácter necesario de la tributación para sostener bienes públicos. La réplica principial no pretende negar toda forma de contribución colectiva; más bien cuestiona la legitimidad de concebir la tributación como una simple transferencia indiferenciada del tiempo de vida de los individuos. La tributación coercitiva, deja de ser una expresión de solidaridad libre y se convierte en una apropiación estructural del tiempo y la energía de las personas, lo cual plantea un problema moral: la conversión del tiempo vital en un medio para fines decididos por otros torna a los ciudadanos en instrumentos, con pérdida de autonomía.

Los debates fiscales contemporáneos también ilustran el conflicto entre solidaridad y autonomía. En varios países, los sistemas impositivos se han transformado en mecanismos de extracción opacos que financian estructuras burocráticas poco eficientes, sin correlato visible en bienes públicos tangibles. Cuando el ciudadano percibe que su tiempo vital —materializado en su trabajo— se convierte en un recurso expropiado para fines ajenos, el vínculo moral entre contribución y bien común se fractura. Una tributación legítima, desde la ética aquí defendida, debería descansar en transparencia, proporcionalidad y consentimiento democrático informado, de modo que la solidaridad conserve su carácter libre y no degeneré en servidumbre fiscal.

Esta observación exige que pensemos las políticas fiscales con criterios de proporcionalidad, transparencia y límites constitucionales, y que se privilegie la cooperación voluntaria y las instituciones que respeten la libertad responsable. No es una negación del bien común; es una exigencia de que los medios sean moralmente coherentes con el fin de respetar la dignidad.

Los defensores del utilitarismo cuantifican agregados y defienden que, en algunos escenarios extremos, un gran número de medianas mejoras compense pocas mejoras profundas. Pero aquí cae la llamada “conclusión repugnante” (Parfit) y otros problemas de agregación: ¿es preferible un mundo con muchas vidas mínimamente buenas frente a un mundo con menos vidas pero más ricas en sentido y calidad? La respuesta no es aritmética, el intento de forzarla así conduce a conclusiones éticamente repulsivas.

En términos políticos, el peligro es evidente: políticas que defienden más bien una expansión de carácter cuantitativo (más pero peor) pueden erosionar la noción de buen vivir y justificar sacrificios de calidad por simple volumen. La defensa de la autonomía individual y de la dignidad impugna ese tipo de cálculos por ser incompatibles con una concepción que reconoce el valor cualitativo de la vida humana.

Un reproche común al liberalismo atmbién lo acusa de frialdad: estimular una moral “de derechos inalienables” como la propiedad, equivaldría a descuidar la compasión y la responsabilidad social. La respuesta debe ser dialéctica: la defensa de principios (autonomía, vida, fines personales) no excluye la compasión; por el contrario, exige una compasión que sea lúcida. Una “compasión sabia” —que combina afecto con discernimiento— reconoce la importancia del cuidado, pero rehúye tanto del sentimentalismo precipitado como la instrumentalización utilitaria. Instituciones y prácticas que cultivan compasión informada favorecen cooperación voluntaria, redes de apoyo y políticas orientadas al florecimiento individual sin caer en la coacción. En otras palabras: la virtud cívica y la solidaridad no requieren renunciar a principios de dignidad; necesitan articularse mediante formas que respeten la autonomía.

Bernard Williams advirtió que un utilitarismo exigente puede destruir la integridad de los agentes al obligarlos a traicionar compromisos profundos por el bien agregado. Esta crítica ilumina la función normativa de los límites deontológicos: mantener la integridad es moralmente valioso porque constituye parte del tejido que permite a las personas perseguir fines dignos. Defender la autonomía, desde esta perspectiva, es proteger las condiciones de posibilidad del florecimiento personal. Una deontología centrada en la persona, como propongo, integra el respeto a la integridad con la atención a las consecuencias: no se trata de ignorar efectos, sino de situarlos dentro de un horizonte de límites innegociables.

La respuesta práctica a la tensión entre autonomía y bienes colectivos pasa por instituciones que respeten derechos, aseguren participación y limiten la discrecionalidad estatal. Para ello, debemos enfatizar cartas de derechos robustas, reglas fiscales que restrinjan expropiaciones arbitrarias, y mecanismos de verificación ciudadana frente a expansiones de poder. Estas salvaguardas hacen posible una convivencia donde la protección de bienes supraindividuales se negocia y se implementa sin convertir a las personas en meros instrumentos administrativos. Las políticas públicas, en este marco, deben combinar prudencia, transparencia, compensación justa y participación democrática —no imposición unilateral— para ser moralmente legítimas.

Una crítica frecuente al liberalismo, a su vez, reclama que los derechos formales no bastan cuando las condiciones reales (salud, educación, recursos) son profundamente desiguales. Una de las respuestas posibles es sostener que reconocer derechos individuales y promover autonomía no es incompatible con políticas que, mediante instrumentos que respeten la dignidad, busquen reducir desigualdades. Cualquier política de corrección debe honrar la autonomía y evitar la instrumentalización. Las intervenciones legítimas deben orientarse a capacitar la autonomía, no a suprimirla a través de medidas paternalistas o confiscatorias. Esto conecta con la obra de Nussbaum sobre capacidades y con las evidencias en neurociencia y psicología que muestran cómo ciertas intervenciones (educación, cuidados tempranos) potencian la libertad efectiva sin destruir la agencia. Políticas pro-autonomía y pro-dignidad son preferibles a la simple redistribución coercitiva.

El discurso meritocrático que acompaña muchas defensas del liberalismo económico olvida con frecuencia las condiciones materiales y biográficas personales. La idea de que cada individuo es plenamente responsable de su destino parece debilitarse a primera vista frente a contextos donde la desigualdad educativa, la precariedad laboral o la exclusión tecnológica definen las oportunidades de partida. Un joven nacido en un entorno de pobreza estructural no “elige” en el mismo sentido que aquel que hereda capital cultural, financiero o relacional. Por ello, una ética que defiende la autonomía debería distinguir entre una libertad formal y una libertad sustantiva. El problema es que hoy en día se está sobredimensionando, con consecuencias negativas, solo la segunda, anclada en capacidades efectivas (como advierte Nussbaum), llevando a la creencia de que no somos libres ni responsables y que hemos de depender de estructuras colectivas, sociales y estatales para salir adelante. Quienes sostienen esto caen en el problema de ver el ideal de dignidad solo en condiciones determinadas, y acusan de cinismo moral al laissez-faire.

Aunque reconocer los condicionamientos estructurales es intelectualmente honesto y moralmente necesario, el péndulo contemporáneo parece haberse desplazado hacia el extremo opuesto: una desconfianza casi absoluta en la capacidad del individuo para autodeterminarse. En nombre de la sensibilidad social, hemos ido disolviendo la noción de responsabilidad personal en una narrativa de victimización estructural que, si bien pretende justicia, termina negando agencia. Se invoca la desigualdad como explicación total, y con ello se convierte el contexto en destino. Este desplazamiento, aunque revestido de compasión, encierra una forma sutil de nihilismo moral: si todo está determinado por la estructura, la historia o el sistema, entonces la libertad no es más que un espejismo retórico, y la ética se convierte en sociología disfrazada de compasión.

Esta lectura determinista erosiona precisamente aquello que cualquier proyecto emancipador debería preservar: la confianza en la posibilidad de actuar, de transformarse, de asumir la propia biografía como espacio de sentido. Reducir al individuo a producto pasivo de sus circunstancias equivale a despojarlo de su dignidad moral, porque la dignidad no es un atributo que se otorga, sino una capacidad que se ejerce. La autonomía no niega las condiciones, pero tampoco se disuelve en ellas. El desafío filosófico —y político— consiste en sostener una concepción del sujeto que reconozca sus límites sin cancelar su potencia.

La sobrevaloración de los factores exógenos conduce, paradójicamente, a una nueva forma de paternalismo: la idea de que solo desde arriba —desde el Estado, la estructura o la “sociedad”— puede venir la salvación. Se sustituye la libertad por la tutela, la responsabilidad por la excusa, la agencia por la administración. En ese clima, el mérito, el esfuerzo o la resiliencia pasan a ser vistos con sospecha, como si afirmar la capacidad de superarse implicara una falta de empatía. Pero es exactamente al revés: creer en la posibilidad de que las personas puedan salir adelante no es insensibilidad, sino respeto. El reconocimiento de la vulnerabilidad humana no debe anular la afirmación de su fuerza interior. Defender la autonomía no es negar las injusticias del mundo, sino afirmar que incluso frente a ellas, la libertad sigue siendo el núcleo irreductible de la dignidad.

Históricamente, la evidencia contradice la idea de que el progreso moral y material de las sociedades depende esencialmente de la tutela estatal. Durante amplios tramos del siglo XIX y gran parte del XX, millones de personas en Europa, Norteamérica, y más tarde en Asia, lograron salir de la pobreza sin grandes redes de subsidios, ni Estados providencia en su forma moderna. Fue el despliegue simultáneo de alfabetización, innovación tecnológica, cooperación mercantil y cultura del esfuerzo lo que permitió ascensos sociales sostenidos y movilidad económica inédita. No fueron los decretos, sino las aspiraciones; no la planificación central, sino la proliferación de proyectos privados, asociaciones voluntarias, mutualismos, cooperativas y redes de crédito lo que sostuvo el dinamismo moral de la época. En muchos casos, el Estado intervino a posteriori, consolidando instituciones que nacieron de la iniciativa civil y de una ética de responsabilidad compartida, no impuesta.

Incluso las grandes transformaciones del siglo XX —la expansión educativa, la industrialización, la urbanización, la democratización del acceso a bienes y servicios— fueron impulsadas principalmente por la creatividad humana, la libre asociación y la búsqueda individual de mejora. Las políticas públicas acompañaron o regularon procesos que ya estaban en marcha, pero no los originaron. El motor decisivo fue siempre la agencia personal y colectiva ejercida desde abajo: individuos, familias y comunidades que, a pesar de carencias, apostaron por el trabajo, la educación y la cooperación voluntaria como vías de emancipación. La historia del progreso material no es la historia de la dádiva estatal, sino la historia de la voluntad. Olvidar esto, y reemplazar la narrativa de la superación por la del tutelaje permanente, es una forma de amputar la memoria moral de la modernidad. La libertad, cuando se ejerce responsablemente, ha sido —y sigue siendo— la fuerza más eficaz contra la miseria.

La conclusión normativa que se desprende de todo este análisis que hemos hecho, es que la ética pública y privada debe anclarse primero en principios que protejan a los individuos como fines incondicionados (autonomía, vida, integridad) y, luego, en procedimientos prudentes que atiendan consecuencias dentro de esos límites. Una prioridad inversa —primero cálculo agregado, luego, si acaso, derechos— invierte la dirección moral adecuada y abre la puerta a abusos. La responsabilidad política y moral radica en construir instituciones de libertad responsable, donde la cooperación y la ayuda broten de la deliberación informada, la compasión sabia y la solidaridad voluntaria, en vez de la coacción rutinaria. Esta ordenación preserva tanto el florecimiento individual como la posibilidad de acción colectiva legítima.

Respondidas las objeciones habituales —aritmética moral, inevitabilidad de la coerción redistributiva, prioridad del bien agregado— queda clara una idea central: la autonomía y la vida individual no son instrumentos al servicio de promedios sociales; son condiciones de posibilidad para cualquier proyecto de justicia que valga la pena. Defender la autonomía significa defender el derecho de cada persona a perseguir sus fines, dentro de límites que protejan la dignidad de todos. Esto no implica negar la existencia de bienes colectivos ni impedir regulaciones razonables sobre recursos comunes; implica exigir que esas regulaciones respeten procedimientos que preserven la agencia, ofrezcan reparación y no reduzcan a individuos a mera materia prima del cálculo social. Una ética de principios, orientada por la dignidad y nutrida por una compasión sabia, supera tanto al utilitarismo aritmético como al formalismo deshumano.

Referencias consultadas

Castelluccio, L. (2017). Proposiciones. Independently published.

Jonas, H. (1984). The Imperative of Responsibility: In Search of an Ethics for the Technological Age (H. Jonas, Trans.). University of Chicago Press. (Obra original publicada 1979).

Kant, I. (1785/2012). Groundwork of the Metaphysics of Morals (M. Gregor, Trans.). Cambridge University Press.

Nussbaum, M. C. (2011). Creating Capabilities: The Human Development Approach. Belknap Press.

Parfit, D. (1984). Reasons and Persons. Oxford University Press.

Williams, B. (1973). Morality: An Introduction to Ethics. Cambridge University Press.

Davidson, R. J., & Harrington, A. (Eds.). (2002). Visions of Compassion: Western and Eastern Perspectives on the Practice of Meditation. Oxford University Press.

Gilbert, P. (2010). The Compassionate Mind: A New Approach to Life’s Challenges. New Harbinger Publications.

Dalai Lama. (1999). Ethics for the New Millennium. Riverhead Books.

Sinnott-Armstrong, W. (2019). Consequentialism. In E. N. Zalta (Ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Spring 2019 ed.). Stanford University. https://plato.stanford.edu/entries/consequentialism/


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