Por Leandro Castelluccio
En nuestras reflexiones morales cotidianas, solemos recurrir a una ética consecuencialista, evaluando la bondad o la maldad de nuestras acciones en función de sus resultados y, a menudo, buscando un sentido último en nuestras decisiones y en el mundo que nos rodea. Sin embargo, ¿qué sucede cuando nos enfrentamos a la posibilidad de que el universo carezca de un sentido intrínseco? Esta pregunta desafía no solo nuestra comprensión del cosmos, sino también nuestra forma de abordar la moralidad.
Por ello, en el estudio de la moralidad, nos encontramos ante una paradoja intrigante: por un lado, observamos un orden aparente en el universo, manifestado en leyes físicas y patrones cósmicos; por otro lado, la búsqueda de un sentido último parece escapar a nuestra comprensión. Ante esta dualidad, surge una pregunta fundamental: ¿cómo podemos entender la moralidad objetiva en un cosmos que exhibe un orden, pero no necesariamente un propósito claro? En este artículo, exploraremos esta cuestión examinando cómo abordar la moralidad en un universo donde la noción de sentido es objeto de debate.
Quiero comenzar este artículo con un experimento mental. Imagina este escenario: alguien mata a Fulano. De manera instintiva, podríamos juzgar este acto como moralmente incorrecto, como un crimen imperdonable. Sin embargo, hagamos un ejercicio de reflexión. Supongamos que Fulano, de alguna manera, estaba destinado a perpetrar un acto aún más atroz: asesinar a millones de personas. En este contexto, ¿seguiría siendo moralmente censurable el hecho de que alguien acabara con la vida de Fulano? La respuesta no es tan evidente como podría parecer a primera vista. Supongamos que la muerte de Fulano, de alguna manera, evita ese genocidio masivo. ¿Seguiríamos considerando el acto inicial como moralmente reprobable?
Continuemos con la historia de Fulano. Imaginemos que, como resultado de ese genocidio evitado, se previene también una guerra global. Sin embargo, esta guerra, a pesar de sus horrores y sacrificios, conlleva un avance tecnológico crucial: el desarrollo de una tecnología innovadora que finalmente salva a la humanidad de una inminente catástrofe mundial. En este punto, ¿cómo juzgamos el acto inicial de matar a Fulano? ¿Es aún un crimen moralmente condenable cuando sopesamos las consecuencias en una escala aún más larga en el tiempo?
Este experimento mental nos obliga a confrontar una realidad fundamental sobre la moral consecuencialista y el sentido: conforme ampliamos las ramificaciones del algo, no podemos determinar si algo es bueno o malo, porque nunca podemos saber cuál es el sentido último (si es que hay uno), ni las consecuencias últimas, de algo.
Esta limitación del conocimiento humano sobre las consecuencias últimas fue señalada por el filósofo Isaiah Berlin, quien advertía sobre los peligros del racionalismo extremo y la creencia en soluciones perfectas para problemas humanos complejos. En su defensa del pluralismo de valores, Berlin sostiene que los fines humanos son múltiples, a menudo incompatibles, y que intentar imponer una única teleología lleva al desastre moral. Esto refuerza la idea de que, incluso con las mejores intenciones, nuestras acciones pueden desencadenar consecuencias imprevisibles.
Es importante destacar que este ejercicio mental no busca justificar la violencia ni trivializar la gravedad de ciertos actos. Más bien, pretende ilustrar la dificultad inherente de la ética consecuencialista y el problema del sentido en el mundo. Este experimento nos ilustra que, como seres humanos con nuestras inherentes limitaciones, no podemos determinar lo bueno o malo de algo tratando de encontrar un sentido o significado en los sucesos, porque la existencia o no de dicho sentido escapa a nuestra capacidad de proyección y predicción, pues no sabemos las incontables e inevitables consecuencias de nuestras acciones a futuro, y cuanto de bueno o malo generarán, si es que lo podemos cuantificar de alguna forma.
De existir un sentido, no sabemos si estamos contribuyendo positivamente a este o no en última instancia. Como el experimento mental nos demuestra, algo considerado malo en el pasado puede ser luego considerado bueno, aferrarnos a un sentido particular de algo prueba ser incorrecto, y puede así quizás distorsionar una mirada más objetiva de las cosas.
En el fondo, puede haber un orden superior respecto al por qué de un evento determinado, pero no necesariamente podemos nosotros captarlo, y tampoco entenderlo implica que nos beneficiemos en algo más que dejarlo ser y simplemente captar esta verdad del mundo, ya que darle vueltas y vueltas, puede llevar a la rumiación y al sufrimiento.
Esta distinción entre orden y sentido recuerda la noción de “cosmos” en la filosofía estoica. Marco Aurelio, en sus Meditaciones, reflexiona: “Todo sucede conforme a la naturaleza universal; no por azar, sino por razón.” Para los estoicos, aceptar el orden del mundo tal como es —sin exigirle una finalidad que lo justifique— es un acto de sabiduría y serenidad. La rumiación aparece cuando nos resistimos al flujo de este orden y exigimos de él un porqué último.
Sucede, por ejemplo, cuando las personas le dan vueltas y vueltas al porqué del mal en el mundo, y muchas veces eso entra en conflicto con la creencia en un dios benevolente, y lleva a la perdida de la fe y muchas veces al nihilismo y al malestar psicológico. Esto es porque tratamos de enconarle un sentido constantemente a los sucesos que nos rodean, creyendo que pasan por alguna razón, pero es imposible determinar el sentido de algo con nuestra visión contingente de las cosas, y creo que, en el fondo, pensar al mundo como algo con sentido, que va hacia un lugar en particular, es más bien negativo para nuestro bienestar, ya que nos incentiva a la rumiación, a buscarle el porqué de algo negativo, o incluso, nos lleva a justificar actos atroces creyendo que tienen un porqué positivo, en el fondo, en base a un propósito o sentido último a futuro.
Creo que hay una forma más objetiva, racional y sobre todo acorde a un creador benevolente, de ver a la realidad última y el universo, y en base a ello, desarrollar nuestras consideraciones morales, y es entender que la realidad tiene un orden más que un sentido a futuro, incluso puede ser un orden diseñado inteligentemente, por un ser divino trascendente, si así es como lo creemos.
En el contexto de una realidad ordenada, los eventos que percibimos como adversos se entrelazan en la vasta red de un orden, encontrando su sitio en un equilibrio cósmico. Por ejemplo, la enfermedad que afecta a un niño, aunque lamentable a nuestros ojos, está arraigada en los fundamentos mismos de los procesos biológicos, esenciales para nuestra existencia. Estos mecanismos, a su vez basados en estructuras fundamentales como los átomos si seguimos los patrones de causalidad, son indispensables para nuestra vida tal como la conocemos.
En esta perspectiva, la enfermedad y la muerte son elementos intrínsecos de los mismos procesos que sostienen la vida. Aunque pueda parecer paradójico, la vida en sí misma constituye su propio fin, sin necesidad de un propósito ulterior. Esta comprensión no descarta la posibilidad de un orden divino en el universo, ni tampoco invalida la noción de bien y mal que puede guiar nuestras acciones. Simplemente nos recuerda que la armonía cósmica, más allá de nuestras interpretaciones, opera de manera autónoma.
Al apreciar esta visión, podemos encontrar serenidad al reconocer que incluso las experiencias adversas forman parte integral del orden universal. En este sentido, la cuestión del mal en el mundo adquiere una nueva dimensión. La existencia del mal no contradice la benevolencia de un dios creador, sino que refleja la necesaria coexistencia de elementos opuestos para que la vida sea posible.
La vida, en esta concepción, adquiere una profundidad que trasciende la casualidad y el azar, pero también la necesidad de sentido a futuro, sugiere que nuestra presencia en el universo no es fruto del mero accidente, sino parte de un orden en las cosas. Sin embargo, este diseño no implica necesariamente un destino predeterminado para la humanidad, sino más bien la oportunidad de encontrar plenitud y significado en el presente, en toda su complejidad.
Pensemos en una canción o tema musical. ¿Cuál es el propósito de interpretar una pieza musical? ¿Llegar al final y tocar la última nota? Si fuese así empezaríamos con la última nota, y no habría música. La música es un proceso que implica un disfrute en el presente de toda la pieza, lo importante es interpretar la pieza, no acabarla. De la misma forma, disfrutar salir a andar en bicicleta no tiene que ver con llegar a un destino en particular, ese no es el objetivo, sino el andar en sí.
Esta es la idea fundamental cuando decimos que el ser humano es un fin en sí mismo. El sentido de nuestras vidas no es llegar a un lugar en particular, sino vivir, y disfrutar de la vida en toda su plenitud en el presente. Dicho vivir, como todo en el universo cae dentro de un orden, que puede ser un orden divino, pero no implica que haya un fin o sentido hacia donde todo debe dirigirse, es más, eso sería contrario al vivir, de la misma forma que querer llegar a la última nota de la canción sería destruir el orden de la pieza musical y el gozo mismo de tocar.
Y vivir, en el caso del ser humano, cuando se hace “bien” (en el sentido de cumplir correctamente la función de la entidad o sistema que somos) implica desarrollar las cualidades propias del ser humano: la virtud moral, la racionalidad y la productividad (a través de las artes y las disciplinas, como la filosofía, la ciencia, la ingeniería, las bellas artes, etc.), como también incluso desarrollar la dimensión espiritual, la salud física y mental, y las relaciones positivas y saludables con los demás.
Esto nos remonta a conceptos como los de “arete” y “agathos”, de los antiguos griegos. El término “arete” se refiere a la excelencia o virtud en distintos aspectos de la vida, como la moral, la habilidad, el valor o la belleza. En la antigua Grecia, el arete era un ideal fundamental que se perseguía en la educación y la práctica de diversas actividades. Por otro lado, “agathos” también es un concepto griego que significa “bueno” o “virtuoso”, pero se relaciona más específicamente con la bondad moral y la nobleza de carácter. Ambos conceptos se entrelazan en la filosofía griega, donde la búsqueda del arete lleva al individuo a cultivar virtudes como la bondad, la sabiduría y la excelencia en las distintas áreas de la vida.
Se podría objetar que experimentar sufrimiento también es una cualidad humana, que se manifiesta por el simple hecho de vivir, por lo tanto, también podría argumentarse que debemos vivir para sufrir. Sin embargo, lo que caracteriza al ser humano, como también a otras formas de vida, es que no deseamos experimentar sufrimiento, al contrario, en lo profundo de nuestro ser, queremos estar libre de esto, algo que desarrolla muy bien la filosofía religiosa del budismo. El sufrimiento es contingente a una serie de circunstancias del ser humano, pero el ser humano vive para liberarse de este y experimentar el bienestar y la felicidad.
Ahora, volviendo a lo anterior, ¿cómo podemos entender entonces bajo toda esta perspectiva la noción de causa final de Aristóteles, por ejemplo, que alude a la idea de una especie de propósito en las cosas, una razón de ser de carácter teleológico?
Aristóteles propuso las cuatro causas como una forma de explicar el origen y la naturaleza de los objetos y eventos: la causa material (aquello de lo que está hecho algo), la causa formal (la forma o estructura que define algo), la causa eficiente (el agente que produce el cambio o movimiento), y la causa final (el propósito o meta hacia la que tiende algo). Estas causas ofrecen una estructura comprehensiva para entender la realidad desde distintas perspectivas.
Mi perspectiva es que, si consideramos a Dios como esa causa final, a esa entidad que resuelve el vacío explicativo del porqué hay algo en primer lugar y no más bien nada, esta entidad da cuenta del por qué el universo es como es, el por qué la materia tiene la forma que tiene, es una razón final, ¿pero implica eso que la materia es como es por algún fin en particular?
En la medida en que el universo tiene un diseño, sí hay una especie de propósito, pero el propósito puede ser el universo como un fin en sí mismo, el propósito es que las cosas tengan un orden particular armonioso. En este sentido, la materia y las leyes del universo no son como son para que surja la vida, por ejemplo, sino más bien que la vida, como todo lo demás, ya está incluida como parte de ese orden armonioso que es el fin o propósito del universo.
Bajo este sentido, podemos entender a la materia, por ejemplo, que sea de la forma que es, para que exista de forma armoniosa en relación con todo lo demás. Es como si construyéramos una casa, hacemos las paredes de una forma en particular para que se relacionen de forma armoniosa con el resto de la estructura, el fin simplemente es que exista una casa hermosa, así como el fin del universo es simplemente que exista con su orden armonioso.
Esta visión resuena profundamente con Albert Camus, quien en El mito de Sísifo nos insta a imaginar a Sísifo feliz, pese a la aparente falta de sentido de su tarea. Camus no niega el orden del universo, pero subraya que el sentido no está dado por la estructura cósmica sino por nuestra respuesta lúcida y creativa frente al absurdo. Vivir sin sentido final no implica desesperanza, sino una forma de libertad.
Bajo esta perspectiva, podemos entender por qué existe el universo y por qué tiene la forma que tiene y no otra. Pero como bien expresa esta perspectiva, esto no significa que una cosa es de determinada manera porque tiene que ir hacia un propósito particular a futuro, y esto es así incluso para la vida. Si algo malo pasa, no sucede por una razón, una razón a futuro que lo justifica, tal estructura del universo es una estructura que nos invita a una concepción de sacrificio, de justificar sufrimientos por uno supuesto objetivo a futuro, en realidad sucede porque así es de acuerdo con el orden de este universo.
La vida está para vivirla, no es un medio para un propósito a cumplir a futuro, esto creo que es la concepción más benevolente y racional que podemos tener del universo, de lo contrario, caemos en un esquema donde la razón de nuestras vidas siempre está atada a futuro y le quita el sentido a disfrutarla en el momento presente, a simplemente vivir la vida.
Algunos de estos temas son desarrollados en mayor profundidad mi nuevo libro Esto es Todo. Desde mi perspectiva, la vida, con o sin un creador inteligente, se revela como un fin en sí misma. En ambos escenarios, encontramos fundamentos sólidos para la ética y la moral, aunque con matices diferentes. La vida, concebida de esta manera, invita a ser vivida plenamente, alineada con nuestra naturaleza esencial.
Tanto si consideramos una dimensión trascendental como si no, la vida no tiene un propósito más allá de sí misma, su plenitud radica en ser disfrutada en su totalidad. Los valores morales que derivamos de esta perspectiva enfatizan el fomento del disfrute y la realización personal.
Ahora bien, podríamos razonar de la siguiente forma. Consideremos el caso de un Dios creador. Este simplemente existe. Como tal, podríamos decir que, de existir, este es la razón última del porqué de la moral y la ética, como se ha argumentado desde ámbitos religiosos como el cristianismo. Pero dicha razón, Dios, es el criterio último definitivo, no hay una razón detrás.
De igual forma, el criterio último en el mundo tangible de la experiencia humana de lo que solemos juzgar como moral o no, es el máximo bienestar posible de la persona, para lo cual existen criterios objetivos de lo que está bien y mal, en base a que hay naturalmente aspectos que nos abren hacia el bienestar, o nos cierran a este. No hay razón dentro de la dimensión humana para seguir aquellas cosas que llevan al mayor bienestar posible, porque justamente el mayor bienestar, la felicidad y el disfrute del vivir, es el criterio último de nuestras acciones morales y de la vida misma. Como la pieza musical, la vida es un fin en sí misma, el punto es tocar, vivir la vida y disfrutarla.
Esta concepción se alinea con la ética del bienestar defendida por filósofos contemporáneos como Sam Harris, quien en The Moral Landscape argumenta que la moralidad objetiva puede fundarse en el bienestar consciente de los seres humanos. Para Harris, el sufrimiento y el florecimiento no son meras construcciones culturales sino estados reales del sistema nervioso, evaluables y comparables objetivamente. Así, lo que contribuye al bienestar no requiere una justificación ulterior: es bueno en sí mismo.
Paradójicamente, al apreciar que no hay un sentido último en el universo, sino más bien un orden, en la medida que Dios simplemente existe y ha creado al mundo, y así es como son las cosas, es que emerge un significado objetivo en las cosas: el simplemente vivir y existir. Pensémoslo de esta forma, no hay una razón de por qué existe Dios, Dios es, más allá de lo físico. Como no hay una razón “más allá” de lo que este desea que sea el sostén de su voluntad, el orden que le da al universo no tiene un sentido último, no tiene un por qué más allá, de la misma forma que el bienestar o la felicidad representan el criterio último por el que juzgamos algo, sin embargo, esto crea la objetividad del significado de la existencia, que es simplemente vivir, ya que no hay una razón “más allá”. Este existir tiene un orden objetivo que de no seguirlo nos lleva al sufrimiento, en vez de al bienestar.
No es el objetivo expandir sobre este último punto respecto a la causalidad en relación con el sentido, pero si quisiera aclara que en el capítulo 10 de mi último libro, Esto Es Todo, desarrollo con más profundidad este tema de por qué el universo físico tendría una causa, pero por qué esto no se aplica para Dios, y cuáles han de ser sus cualidades.
Volviendo a lo anterior, el bienestar ha de ser cultivado porque este es el orden del existir creado por la divinidad, vivir implica cultivar ese estado de felicidad que Dios ha creado. Esto es parte del significado objetivo. Y naturalmente es lo que buscamos mientras deseamos profundamente estar libres de sufrimiento.
Cuando se objeta “¿pero por qué está “bien” perseguir el bienestar humano y no otra cosa?”, muchas veces se comete el error de no distinguir que ese “bien” al que refiere la pregunta es el propio bienestar, que implícitamente sostenemos como criterio último, de modo que en realidad estamos preguntando algo así como: “¿por qué es beneficioso perseguir el beneficio?”, lo cual no tiene mucho sentido. De esta forma, cuando se cuestiona que sin Dios no hay razón objetiva de por qué el bienestar es algo bueno a ser cultivado, se puede caer en este error conceptual.
Ahora bien, no todos equivalen estrictamente el “bien” en esa pregunta con “bienestar”. Cuando se cuestiona el por qué está “bien” perseguir el “bienestar” humano, se está aludiendo en este último caso a por qué hemos de fomentar o seguir ese criterio y no otro, o sea, con qué fundamentamos perseguir lo que parece ser el criterio último que es el bienestar y los altos estados de recompensa.
Esto tiene su resonancia con la idea de un origen último, no causado, del universo y nuestra realidad, podríamos llamarle Dios, a fin de cuentas, debe haber un valor último que es el punto de referencia de todo lo demás y que no necesita un por qué, puesto que es el por qué último. La analogía moral de esto es el fin último de la conducta ética: la felicidad, el bienestar, el vivir, el florecimiento.
Dios sería la razón y fundamento de la moral, del porqué de ese bienestar, del por qué perseguirlo está “bien”, está bien porque ese es el orden creado del mundo, donde somos seres que tocamos, que andamos, que vivimos, como fines en sí mismos. Dios sería así el fundamento, pero en un sentido sutil, como sostén del mundo mismo que ha creado, donde el criterio moral último tangible y práctico en el día a día es el máximo estado de recompensa personal.
Entonces, la clásica pregunta de si lo que Dios comanda es bueno porque lo comanda Dios, o Dios lo comanda porque es bueno, no nos permite ver la realidad de fondo: si hay algo que es bueno objetivamente independientemente de todo lo demás, esto implica que es un principio inherente a la existencia, metafísicamente necesario, dado por Dios, así como las conclusiones lógicas se derivan necesariamente de premisas bien construidas.
¿Qué son entonces en el fondo estos principios? Pues no son físico ni atados temporalmente, y a su vez, tienen sentido, o sea, tiene un significado que cierra, en el marco del cosmos y la existencia. Entonces, lo bueno en un sentido último y trascendente, al igual que otros principios, son y forman parte de lo que podríamos llamar Dios y/o su dimensión trascendente, no-material.
Lo bueno, estaría integrado al bienestar humano o de seres conscientes, pero va más allá y refleja el orden trascendente del mundo. Como fines en sí mismos que somos los seres humanos, que vivimos y tocamos, y ese es el punto de nuestra existencia, por decirlo de una manera que recuerda a la idea de sentido que hemos cuestionado, la conciencia y la experiencia subjetiva de bienestar y felicidad forman parte del mundo porque es algo creado por esa divinidad y así forman parte del orden.
Existe una racionalidad, un orden, que nos trasciende y que sea hace lógico y necesario, cuando fomentado, conlleva abrirnos hacia la felicidad y el bienestar. Así como la selección natural da forma a los organismos como principio inmaterial en el mundo, si seguimos ciertos criterios racionales, esto nos lleva hacia el bienestar en una vida cuyo fin es vivir.
¿Que hace que fomentar ese bienestar sea bueno? Pues que sigue los principios racionales del mundo ordenado en el que vivimos. Al fin y al cabo, si volvemos al principio de todo y decimos que debemos seguir el bienestar y la felicidad personal porque sí, porque simplemente está ahí, sin ninguna razón de fondo, parecería que dejamos un vacío explicativo. En última instancia, la razón tiene que estar en el plano de la causa final, no-física, asociado a una dimensión trascedente y divina. Esta dimensión comanda lo bueno, pero siendo lo bueno en su cualidad de causa final, no hay razón más allá de sí de seguirlo.
Esta noción se emparenta con la idea de valores objetivos tal como la propuso Platón en su teoría de las Formas. Según Platón, existen realidades no físicas e inmutables —como la Justicia o el Bien— que no dependen de nuestra percepción ni de las circunstancias empíricas. En este marco, lo bueno no necesita ser justificado por consecuencias, sino que es la medida de toda acción moral correcta, como las verdades matemáticas son patrón del pensamiento lógico.
Y aquí está la clave final: podemos elegir no seguir lo bueno, de la misma forma que podemos elegir tratar de hacer que dos más dos sumen 5, el problema es que suman 4. Esto es, al desviarnos de lo bueno, dado por el orden racional y trascendente, distorsionamos dicho orden dado por estos principios no-materiales, y consecuentemente, nos perjudicamos, porque una cosa es hacer puentes y edificios con una aritmética donde 2 más 2 suman 4, y otra es hacerlos con una aritmética donde queremos que de 5. En el primer caso, la estructura va a mantenerse, en el segundo caso colapsará.
Esta analogía recuerda la propuesta de C.S. Lewis en Mere Christianity, donde argumenta que la moral humana no es arbitraria, sino que apunta a una ley objetiva y universal, comparable a la ley de la gravedad o a los principios de la lógica. Ir contra ella no es simplemente “malo” en un sentido moralista, sino contraproducente: nos destruye desde dentro. Lewis sostiene que, al igual que ignorar las reglas del ajedrez lleva a un juego incoherente, ignorar la ley moral natural lleva al caos vital.
Todo esto conlleva a que no hay incompatibilidad entre un entendimiento natural de la moralidad que nos ayude a bajar a tierra su dimensión práctica y tangible, y la idea de que, como todo en el universo, la moral tenga su por qué último en un creador y su orden, bajo principios necesarios y trascendentes que le dan forma a al mundo.
En este sentido, para razonar la moral debemos volver a una noción de principios fundamentales en vez de guiarnos por éticas consecuencialistas que se fundamenten en el futuro y el sentido de algo, con la imposibilidad de determinar las incontables ramificaciones de las acciones humanas. De esta forma debemos establecer valores que guíen un tipo de moral más bien deontológica que trata de utilizar la racionalidad para captar esos principios necesarios del orden natural o divino de las cosas, para respaldar y justificar aquello que hemos de juzgar como bueno o malo.
Porque en el fondo, no podemos engañar este orden, si actuamos con maldad, si somos deshonestos, si usamos a los otros como medios para satisfacer nuestros fines irracionalmente egoístas, la realidad nos va a pegar duro y solo obtendremos sufrimiento. En cambio, hay un orden natural para la recompensa y la felicidad, hay cosas que nos abren la puerta a la felicidad que son parte de un orden del mundo. Si actuamos con compasión, honestidad y racionalidad, fundamentando nuestro quehacer en la realidad objetiva, entonces abrimos las puestas a la felicidad.
¿Pero cómo saber que efectivamente hay un orden divino en las cosas? Esto es quizás lo más difícil de concebir. ¿Qué es lo que hace, por ejemplo, que haya un orden perfecto en la geometría de triángulos, círculos, cuadrados u otros objetos matemáticos?
La pregunta de si existe un orden perfecto subyacente en la geometría de los objetos matemáticos es una que no solo despierta curiosidad, sino que también plantea interrogantes fundamentales sobre la naturaleza misma de la realidad. En un universo aparentemente caótico, ¿cómo podemos discernir la presencia de un orden intrínseco? ¿Y qué nos dice sobre el origen y la estructura del cosmos?
Es esencial comprender primero la naturaleza del orden y su manifestación en el mundo que nos rodea. El orden no es simplemente la ausencia de caos, sino más bien la presencia de patrones discernibles y predecibles. En el caso de la geometría de los triángulos, círculos, cuadrados y otros objetos matemáticos, este orden se manifiesta en las relaciones precisas entre sus elementos constituyentes. Por ejemplo, en un triángulo, la suma de sus ángulos internos siempre es igual a 180 grados, una regla que se mantiene independientemente de las dimensiones o propiedades específicas del triángulo en cuestión. Esta consistencia en las leyes geométricas sugiere una estructura subyacente que trasciende la diversidad de las formas individuales.
Sin embargo, la pregunta persiste: ¿de dónde proviene este orden? Una posible explicación radica en la relación entre la geometría y el espacio. La existencia de un espacio bidimensional proporciona el contexto necesario para la concepción de formas geométricas. En ausencia de dimensiones espaciales, la noción de un triángulo o un círculo perdería su significado, ya que estas formas dependen intrínsecamente de la estructura del espacio en el que existen. Este vínculo entre la geometría y el espacio sugiere que el orden geométrico es una consecuencia natural de la organización del universo en sí mismo.
Además, es crucial reconocer que el orden no es exclusivo de las construcciones humanas o del mundo matemático, sino que también se manifiesta en la naturaleza misma. Aunque algunas características de la realidad pueden parecer caóticas o aleatorias a simple vista, un examen más detenido revela patrones y estructuras subyacentes. Por ejemplo, la disposición de las hojas en una planta sigue patrones geométricos precisos, como la espiral de Fibonacci, que surge de la secuencia matemática homónima. Del mismo modo, la simetría en los cristales de nieve y la disposición ordenada de los pétalos en una flor son ejemplos de cómo el orden geométrico se manifiesta en el mundo natural.
Este descubrimiento de orden en la naturaleza desafía la noción de que el universo es inherentemente caótico o aleatorio. En lugar de ver el mundo como el resultado de un accidente cósmico, la presencia de patrones y regularidades de nivel matemático sugiere un diseño subyacente.
El físico y matemático Roger Penrose también ha reflexionado sobre la belleza y precisión de las matemáticas como indicio de una realidad más profunda. En The Road to Reality, Penrose sugiere que las matemáticas parecen revelar una estructura ideal que está más allá de lo físico, una especie de reino platónico que el universo simplemente “sigue”. Esta regularidad, armonía y eficacia matemáticas podrían ser leídas como indicio de un orden inteligentemente dispuesto.
Sin embargo, es importante señalar que la búsqueda de orden en el universo no implica necesariamente la confirmación de un diseño divino. La ciencia moderna ofrece explicaciones alternativas basadas en principios físicos y matemáticos. Por ejemplo, la teoría del caos y la complejidad sugiere que los sistemas aparentemente caóticos pueden exhibir comportamientos ordenados a través de procesos no lineales y patrones emergentes.
Pero creo que esto aplicado al cosmos en su totalidad es una sobre simplificación y generalización indebida, visto que en el caso del universo en el que habitamos, en el supuesto caos de ciertos sistemas, está determinado y hasta podríamos decir “destinado”, que los procesos y elementos se manifiesten e interactúan de cierta forma y no de otra, en base a como las entidades físicas han resultado ser desde el inicio. Tal orden y complejidad consecuente es demasiado intrincado y hasta armonioso, como para haber sido azaroso en un punto acotado de los comienzos del universo.
Para algunos, el orden geométrico es evidencia de un diseño inteligente; para otros, sin embargo, es el resultado de procesos naturales y leyes físicas fundamentales.
El problema de la concepción natural y científica moderna es que omite la pregunta fundamental: ¿por qué hay algo, aun sea algo caótico, desde donde emerge orden, en primer lugar? En el fondo, necesitamos de un principio más allá de lo físico que sea el sostén del universo que observamos, de modo que el universo no sería como es por azar, sino en base a una razón subyacente, lo cual implicaría que el orden que observamos, dado su complejidad, sea en última instancia algo que parece ser intencional.
Pensemos que, si ponemos dos rocas una al lado de la otra, no sucede mucha cosa. Consideremos que no hay ninguna necesidad intrínseca de que la materia existente sea como tal para interactuar entre sí y generar la enorme complejidad de fenómenos que observamos en el universo, incluyendo la vida.
Pues nuestra realidad perfectamente podría ser la de dos rocas inertes sin gracia.
Esto nos habla de algo más, pues el universo no es para nada así, y sin embargo, en un universo sin un orden creativo o inteligente, no hay ninguna necesidad intrínseca ni de que exista materia ni de que interactúe de la forma en que lo hace. En un universo inerte sin orden, sin una razón de ser, tiene más sentido que las partículas ni siquiera existiesen, y de existir, de que ni siquiera pudiesen interactuar entre sí, así como a partir de algo tan azaroso y sin sentido como dos rocas que casualmente se encuentran una al lado de la otra, no surge ningún fenómeno o interacción compleja y armoniosa.
Pensemos cómo es que la materia emerge, ¿de dónde sale en este universo? ¿Por qué existe? Que algo físico surja de la nada podría catalogarse como muy extraño, de hecho, lo es, ¿puedes apreciarlo?
Esto incluso podría llevarnos a una tesis interesante, la de que existe una realidad primordial no física que antecede todo lo material y físico desde donde surge lo material. Pero esto podría ser englobado con menor complejidad si consideramos que la realidad fundamental es conciencia, por ejemplo, y lo que observamos o pensamos es materia, es de hecho una simulación de una realidad que en el fondo es no física.
Es importante reconocer que este aspecto trasciende los límites de la ciencia empírica y entra en el dominio de la metafísica y la filosofía. Mientras que la ciencia busca comprender los fenómenos naturales mediante la observación, la experimentación y la formulación de teorías, las preguntas sobre el origen y la naturaleza última del universo, y el sostén definitivo de la moral considero requieren un enfoque diferente. Esto no implica que no pueda ser un enfoque racional.
Aunque las cuestiones metafísicas y filosóficas pueden parecer abstractas, eso no significa que no puedan ser abordadas de manera racional. De hecho, la razón y la lógica son herramientas fundamentales en la búsqueda de respuestas a preguntas sobre el origen del universo, la existencia y la naturaleza del orden observado.
El enfoque racional en la metafísica implica utilizar el pensamiento crítico, la argumentación lógica y la evidencia disponible para analizar y evaluar las diferentes perspectivas sobre cuestiones fundamentales. Esto puede incluir el examen de argumentos a favor y en contra de la existencia de un principio ordenador en el universo, así como la consideración de diversas teorías filosóficas que abordan estas preguntas.
Al adoptar un enfoque racional, podemos examinar las premisas subyacentes de nuestras creencias, cuestionar nuestras suposiciones y buscar una comprensión más profunda de la realidad.
Referencias
Berlin, I. (2002). Libertad y sus traiciones: Seis enemigos de la libertad humana. Taurus.
Camus, A. (2005). El mito de Sísifo. Alianza Editorial.
Harris, S. (2010). The moral landscape: How science can determine human values. Free Press.
Lewis, C. S. (2001). Mero cristianismo (L. A. Schökel, Trad.). Rialp.
Marco Aurelio. (2016). Meditaciones (C. García Gual, Trad.). Alianza Editorial.
Penrose, R. (2004). The road to reality: A complete guide to the laws of the universe. Jonathan Cape.
Platón. (2013). La República (C. García Gual, Trad.). Alianza Editorial.
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