Contra la aritmética moral

Por Leandro Castelluccio

En nuestra sociedad, con frecuencia nos vemos obligados a tomar decisiones complejas sobre diversos aspectos fundamentales, como la distribución de recursos, la asignación de atención médica, la impartición de justicia, e incluso la determinación de quién merece vivir o morir en contextos bélicos o de legítima defensa. Nos enfrentamos a dilemas éticos en los que se nos pide otorgar valores cuantitativos a vidas humanas, como si se tratara de mercancías intercambiables en una balanza.

No obstante, este enfoque numérico ignora la complejidad inherente a cada vida humana, especialmente en relación con quien realiza la valoración y las circunstancias particulares que lo rodean. En este artículo, cuestiono la arraigada creencia de que podemos reducir el valor de una vida humana y compararla con otras mediante una suerte de ecuación matemática, una noción impregnada de moralidad consecuencialista, que aquí intento refutar. El objetivo es liberarnos de esta visión y descubrir una perspectiva más positiva, que reconozca la singularidad de cada existencia.

Para abordar este tema, el filósofo inglés Peter Singer ha destacado la moralidad de nuestras decisiones en su obra “Ética Práctica”, donde plantea que la ética debe centrarse en maximizar el bienestar general. Sin embargo, Singer también reconoce la complejidad del valor individual en su crítica al utilitarismo, afirmando que la vida humana no se puede reducir a cifras en una balanza, pues cada vida es única e irrepetible (Singer, 1993). Esta afirmación apoya la idea de que las vidas no pueden ser intercambiadas como mercancías.

Sostengo que cualquier intento de establecer una jerarquía de vidas humanas basado en criterios aparentemente objetivos es intrínsecamente problemático y éticamente cuestionable, dado que el bienestar individual es intransferible e indivisible desde una perspectiva personal. En lugar de recurrir a una lógica aritmética simplista, propongo una reflexión más profunda sobre los valores éticos y la manera en que evaluamos la dignidad de los individuos.

A lo largo de este ensayo, analizaré las limitaciones de la moral aritmética y las implicaciones de este enfoque para la moral consecuencialista, mientras abogo por una postura más humana y compasiva en las decisiones éticas que enfrentamos como sociedad, reconociendo la importancia de la perspectiva personal de quienes valoran.

Para introducir el tema que nos ocupa, resulta pertinente recurrir al célebre dilema del tranvía, un experimento mental ampliamente debatido en los campos de la ética y la filosofía moral. Este ejercicio plantea una situación hipotética en la que un tranvía descontrolado avanza hacia cinco personas atadas a las vías, incapaces de escapar. Ante este escenario, tienes la opción de intervenir: podrías accionar una palanca que desviaría el tranvía hacia una vía secundaria, donde solo hay una persona atada, o bien optar por no hacer nada y permitir que el tranvía siga su curso, lo que resultaría en la muerte de las cinco personas. El dilema, por tanto, radica en decidir si intervenir activamente, sacrificando a una persona para salvar a cinco, o no intervenir y dejar que las cinco mueran.

Este experimento mental no solo plantea preguntas sobre principios éticos fundamentales, sino también sobre la naturaleza de nuestras decisiones morales cuando nos enfrentamos a opciones dolorosamente difíciles. A menudo se emplea para ilustrar y debatir diversas teorías éticas, como el consecuencialismo, la deontología o el utilitarismo, cada una de las cuales ofrece respuestas distintas al problema.

El dilema del tranvía ha sido un tema central en la reflexión filosófica, impulsando a los pensadores a proponer diferentes soluciones y marcos éticos. Por ejemplo, el consecuencialismo, que evalúa las acciones en función de sus resultados, suele privilegiar el bienestar general. Un consecuencialista podría defender la idea de jalar la palanca, argumentando que sacrificar una vida para salvar cinco maximiza el bien colectivo. Este enfoque se alinea con el utilitarismo, una corriente del consecuencialismo que sostiene que las acciones deben buscar maximizar la felicidad o minimizar el sufrimiento. En este caso, el utilitarismo justificaría la muerte de una persona como un mal necesario para lograr una mayor reducción del daño total. Sin embargo, sus detractores señalan que este razonamiento puede llevar a decisiones moralmente cuestionables, dado que podría legitimar el sacrificio de individuos inocentes en aras de un beneficio mayor.

Por otro lado, la ética deontológica, asociada con filósofos como Immanuel Kant, evalúa las acciones según su conformidad con principios morales, independientemente de las consecuencias. Un deontólogo podría sostener que jalar la palanca es moralmente inaceptable, ya que implica causar daño de manera deliberada, lo cual sería intrínsecamente incorrecto, sin importar los beneficios resultantes. La deontología kantiana defiende que los individuos deben ser tratados como fines en sí mismos, no como medios para alcanzar otros fines. Bajo este principio, jalar la palanca equivaldría a instrumentalizar la vida de una persona para salvar a otras, lo cual violaría un imperativo ético fundamental. No obstante, los críticos de la deontología argumentan que su inflexibilidad puede conducir a conclusiones moralmente insatisfactorias, especialmente en situaciones extremas como el dilema del tranvía.

La ética de la virtud, a diferencia del consecuencialismo o la deontología, se enfoca en el desarrollo del carácter moral y la promoción de virtudes como el coraje, la compasión y la justicia. En el contexto del Problema del Tranvía, un defensor de esta corriente no analizaría tanto las reglas a seguir ni las consecuencias directas, sino que consideraría cómo la decisión refleja el carácter virtuoso de quien la toma. Así, un ético de la virtud podría sostener que tanto la acción de jalar la palanca como la de abstenerse deben estar guiadas por la valentía para enfrentar decisiones difíciles y la compasión para reducir el sufrimiento. No obstante, los críticos de esta aproximación señalan que la ética de la virtud puede carecer de pautas claras para actuar en situaciones específicas, lo que dificulta discernir qué elección encarna mejor las virtudes necesarias.

El filósofo griego Aristóteles, en su obra “Ética a Nicómaco”, argumenta que la virtud se encuentra en el medio y que la ética debe centrarse en el carácter del agente moral. Esto sugiere que las decisiones morales son profundamente personales y deben ser evaluadas en función de la virtud y la intención detrás de la acción, no únicamente por sus resultados. Esta perspectiva se alinea con la crítica al enfoque utilitarista, donde la complejidad de las emociones y relaciones humanas se pierde en el cálculo frío de la “aritmética moral”.

Para superar las limitaciones de los enfoques estrictamente consecuencialistas o deontológicos, algunos filósofos han propuesto teorías híbridas. Un ejemplo de esto es el utilitarismo de reglas, que combina la flexibilidad del utilitarismo con el seguimiento de principios deontológicos. Este enfoque sugiere que las decisiones deben basarse en reglas que, aplicadas universalmente, conduzcan al mayor bien. En el caso del dilema del tranvía, un utilitarista de reglas podría argumentar que siempre es preferible jalar la palanca, ya que esta regla general llevaría, en la mayoría de los casos, a mejores resultados globales. Así, se intenta conjugar el pragmatismo utilitarista con la seguridad moral que ofrece el seguimiento de reglas establecidas.

Otra perspectiva interesante es la ética contextual, que subraya la importancia del entorno particular en la toma de decisiones éticas. En lugar de aplicar marcos rígidos, un ético contextual sostiene que cada situación tiene características únicas que deben ser tenidas en cuenta. En el Problema del Tranvía, un defensor de esta postura podría señalar que la decisión correcta depende de factores como las identidades de las personas implicadas, las razones que las llevaron a estar en las vías o el contexto más amplio de la acción. Este enfoque destaca la naturaleza matizada de los dilemas morales, criticando la rigidez de las teorías más tradicionales. Sin embargo, sus detractores advierten que la ética contextual puede volverse excesivamente subjetiva, al carecer de directrices claras que orienten la acción moral en situaciones complejas.

En el centro del proceso decisional del Problema del Tranvía subyace una valoración esencial sobre la importancia relativa de un grupo de personas frente a un solo individuo. Considero que la ética consecuencialista ha capturado la atención de la mayoría al reflexionar sobre estos dilemas. Dicha valoración refleja los principios éticos y las prioridades a las que los individuos se adhieren, alineándose con frecuencia con posturas filosóficas más amplias sobre la moralidad.

La evaluación de la importancia comparativa de varias vidas frente a una sola es un aspecto central en la toma de decisiones dentro del Problema del Tranvía. Diversas corrientes éticas proporcionan criterios distintos para esta valoración, ya sea buscando maximizar el bienestar colectivo, respetar principios morales, fomentar virtudes, o basarse en valores personales y contextos culturales.

Desde una óptica utilitarista, el criterio predominante es la maximización del bienestar general. En el marco del Problema del Tranvía, esto implica valorar la vida de un mayor número de personas sobre la de una sola. El utilitarismo sostiene que la acción moralmente correcta es aquella que genera el mayor beneficio neto para la mayoría.

La evaluación utilitarista conlleva un cálculo cuantitativo del valor de cada vida, justificando la decisión de accionar la palanca bajo la premisa de que sacrificar a una persona para salvar a varias es, en conjunto, la opción más favorable. Esta postura prioriza los números y el bienestar agregado sobre las particularidades individuales.

La filósofa Judith Jarvis Thomson, en su artículo “The Trolley Problem” (1985), argumentó que las decisiones éticas no deben simplificarse a un cálculo utilitarista. Ella sostiene que el acto de intervenir y causar daño, aunque sea para un bien mayor, plantea una serie de cuestiones morales que trascienden el mero cálculo de vidas perdidas y salvadas. Esta reflexión es vital para entender por qué la ética del tranvía ilustra fallas fundamentales en la lógica utilitarista: los principios morales no pueden ser sacrificados por el bien de un resultado cuantitativamente favorable.

En contraste, un enfoque deontológico concede primacía a la adherencia a principios morales y deberes, independientemente de los resultados. Desde esta perspectiva, favorecer varias vidas sobre una puede interpretarse como una violación del principio de tratar a cada individuo como un fin en sí mismo, y no como un medio.

La ética deontológica, especialmente dentro de la tradición kantiana, resalta el valor intrínseco de cada ser humano, por lo que el sacrificio de una vida para salvar muchas se considera moralmente inaceptable. Este enfoque se centra en la dignidad y el respeto a la vida individual, sin subordinarla a cálculos numéricos.

Además de estos marcos filosóficos, los valores personales y las influencias culturales también moldean el proceso de valoración. Los individuos pueden recurrir a sus propias intuiciones morales, creencias y normas culturales para decidir entre la importancia de varias vidas o de una sola.

Por ejemplo, las culturas con énfasis en el colectivismo tienden a priorizar el bienestar grupal, mientras que aquellas que destacan el individualismo suelen otorgar mayor importancia a la autonomía y los derechos individuales. Estas influencias culturales subrayan la naturaleza subjetiva del proceso de valoración, resaltando la diversidad de enfoques éticos.

Más allá de este dilema específico, creo que la moralidad consecuencialista ha logrado afianzarse como el marco dominante en muchas de nuestras reflexiones y decisiones éticas. En diversos ámbitos de la vida, se emplea como un criterio para evaluar situaciones morales, incluso si de manera implícita, combinándose inevitablemente con otros principios cuando las personas ponderan el bien y el mal.

Desde esta perspectiva, encuentro que las diversas corrientes éticas que buscan resolver este dilema comparten una problemática común: la tendencia a valorar la importancia relativa de cinco personas frente a una, o viceversa, lo que se podría describir como una forma de “aritmética moral”. Este tipo de cálculo, en mi opinión, es inadecuado e injustificable, pues se trata de asignar un valor objetivo a vidas humanas en función de criterios cuantitativos.

Por ejemplo, podría parecer razonable afirmar que cinco vidas tienen más peso que una, especialmente si consideramos el mayor bienestar afectado por la pérdida de esas cinco vidas y las consecuencias sociales y emocionales que acarrean. Sin embargo, si supiéramos que la persona sacrificada descubriera la cura para una enfermedad que afecta a millones, su importancia relativa cambiaría. A pesar de este escenario, el criterio subyacente sigue siendo el mismo: buscar maximizar el bienestar global.

Consideremos ahora otra situación: alguien mata a Juan. De manera instintiva, calificaríamos este acto como moralmente erróneo, un acto condenable. Pero si reflexionamos con mayor profundidad, supongamos que Juan estaba destinado a cometer un crimen de magnitudes inimaginables, como el exterminio de millones de personas. En este contexto, ¿seguiríamos juzgando el acto de acabar con la vida de Juan como moralmente incorrecto? La respuesta no resulta tan evidente.

Si la muerte de Juan impidiera un genocidio y, a su vez, evitara una guerra global, la cuestión moral se torna aún más compleja. Imaginemos que, a pesar de las tragedias que esta guerra pudiera traer, de ella surgiera una innovación tecnológica que, en última instancia, preservara a la humanidad de una catástrofe mayor. Ante este escenario, ¿cómo valoraríamos entonces la acción original de quitarle la vida a Juan? ¿Seguiría siendo vista como inmoral, o cambiaría su valoración al considerar las implicaciones a largo plazo?

Este experimento mental nos enfrenta a una cuestión crucial dentro de la ética consecuencialista: al ampliar las posibles repercusiones de un acto, resulta casi imposible discernir si dicho acto es verdaderamente beneficioso o perjudicial. No podemos conocer su propósito final (si es que lo tiene) ni prever todas sus consecuencias a largo plazo, lo que nos lleva a la paradoja de juzgar actos cuyos efectos definitivos nos son inaccesibles.

Esta ilustración nos revela que, dada nuestra condición humana y nuestras limitaciones cognitivas, es imposible determinar con certeza la bondad o maldad de un acto basándonos en la búsqueda de un propósito o significado en los eventos, o juzgando exclusivamente en función de sus consecuencias. La posible existencia de un propósito que trascienda nuestras capacidades de anticipación o proyección nos enfrenta al hecho de que no podemos prever las múltiples e inevitables ramificaciones futuras de nuestras acciones.

El filósofo David Hume subraya la naturaleza incierta de las consecuencias en su obra “Un Tratado de la Naturaleza Humana”, afirmando que no podemos prever todas las ramificaciones de nuestras acciones. Esto refuerza la crítica al enfoque consecuencialista, donde la valoración de un acto depende de una serie de suposiciones que podrían no materializarse. En este sentido, el conocimiento limitado que tenemos sobre el futuro refuerza la necesidad de adoptar un enfoque moral que no dependa exclusivamente de las consecuencias.

Incluso si existiese un propósito mayor, desconocemos si nuestras acciones están contribuyendo de manera positiva o negativa a su realización. Como lo demuestra el ejercicio mental, algo que en el pasado pudo parecer negativo puede, con el tiempo, ser interpretado como beneficioso. Aferrarse a una única interpretación de un evento, por tanto, es erróneo y puede distorsionar una comprensión más objetiva de las circunstancias. En este sentido, una moral deontológica, basada en principios y que concibe al ser humano como un fin en sí mismo, adquiere una relevancia superior al ofrecer una guía más estable y ética para nuestro juicio moral.

Para evidenciar las fallas fundamentales del consecuencialismo, consideremos un escenario extremo. Supongamos que alguien posee la capacidad de borrar por completo la memoria de otro individuo, sin dejar ningún rastro físico o mental. Ahora, imaginemos que este individuo, tras ejercer dicho poder, somete a su víctima a tormentos físicos y emocionales, cometiendo actos de abuso atroces. Posteriormente, elimina toda huella de estos hechos, tanto de la mente de la víctima como de la suya propia.

Pensemos en el escenario más oscuro posible: una víctima sometida a tortura física y emocional, incluso abuso sexual, durante unos minutos, tras lo cual todo vestigio del acto desaparece. ¿Es justificable que el perpetrador se entregue a sus impulsos sádicos, sabiendo que no habrá consecuencias negativas ni para él ni para su víctima? ¿Qué objeciones podríamos formular desde un punto de vista consecuencialista, si no existe daño duradero?

Si este acto ocurre una sola vez, y el agresor borra todo rastro del evento, ¿significa esto que la acción carece de importancia moral? ¿Está justificada la tortura simplemente porque no hay consecuencias futuras?

El único argumento consecuencialista aplicable sería que, en el momento del abuso, se genera sufrimiento. Sin embargo, sostener que infligir sufrimiento es incorrecto, independientemente de las repercusiones futuras, parece más alineado con un enfoque basado en principios que con el consecuencialismo. Este ejemplo sugiere que la moralidad consecuencialista no capta la totalidad de la verdad, y que lo que realmente valoramos son ciertos principios universales e inalienables, más allá de las consecuencias inmediatas o a largo plazo.

Nuestro experimento mental final sobre la “aritmética moral” revela las profundas limitaciones de un enfoque consecuencialista al abordar dilemas éticos complejos. Imaginemos que Juan se enfrenta a una decisión moralmente desgarradora: un joven armado ha irrumpido en su casa con intención de robar. Dentro de la vivienda se encuentra la abuela de Juan, una persona vulnerable de avanzada edad. Juan tiene la posibilidad de defender a su abuela y neutralizar al agresor, pero esto implica el riesgo de quitarle la vida al joven.

Desde una perspectiva consecuencialista estricta, podríamos argumentar que la vida del joven agresor tiene más valor que la de la abuela de Juan. El joven tiene por delante toda una vida llena de posibilidades para cambiar, redimirse y hacer contribuciones al mundo, mientras que la abuela, habiendo vivido la mayor parte de su vida, podría tener un futuro más limitado en términos de contribución y bienestar. Sin embargo, esta lógica nos lleva a una conclusión moralmente inaceptable.

Si seguimos esta aritmética moral al pie de la letra, podríamos llegar a justificar que Juan debería permitir la muerte de su abuela para salvar al joven agresor. Incluso si el joven tiene la intención de matarla, la postura consecuencialista podría sugerir que Juan debe abstenerse de actuar, pues, en este cálculo frío, el joven, con su vida por delante, tendría más valor que una anciana en sus últimos años. Este razonamiento no solo es perturbador, sino también profundamente inmoral. ¿Cómo podríamos justificar el sacrificio de una persona vulnerable e inocente (la abuela) en favor de otra que ha invadido el hogar con intenciones violentas?

Este es precisamente el punto en que las limitaciones del consecuencialismo se hacen evidentes. La vida humana no puede reducirse a una ecuación numérica donde se intercambian valores en función de edad, expectativas de vida o contribuciones futuras. Cada persona posee una dignidad intrínseca, una valor que trasciende cualquier intento de evaluación cuantitativa. No es éticamente aceptable equiparar la vida de una persona con la de otra bajo la fría lógica de maximizar bienestar agregado.

Este ejemplo también nos obliga a reconsiderar la noción de bienestar subjetivo. Cada individuo es un ser único, con experiencias, valores y afectos que no son intercambiables ni reducibles a un simple cálculo de “felicidades” colectivas. La felicidad y el bienestar de una persona son intransferibles. No pueden sumarse a las de otros para crear una suerte de “felicidad agregada” que justifique el sacrificio de un individuo. Lo que es moralmente correcto para una persona no necesariamente lo es para otra, y viceversa.

Imaginemos ahora un escenario aún más impactante: Juan está en casa con su hijo pequeño cuando un grupo de niños, que han sido adoctrinados para llevar a cabo actos de violencia, irrumpe en su hogar con la intención de matar a su hijo. Estos niños no son responsables directos de sus acciones; han sido manipulados y entrenados para creer que matar es su deber. Sin embargo, para Juan, el dilema es inmediato y devastador: si no actúa para proteger a su hijo, este morirá. La única forma de evitarlo es enfrentándose a los agresores, incluso si eso implica herirlos o, en el peor de los casos, acabar con sus vidas.

Desde una perspectiva puramente consecuencialista, podría argumentarse que las vidas de los niños agresores tienen más “potencial” que la del hijo de Juan. Al fin y al cabo, son varias vidas y, con el tiempo, podrían rehabilitarse y contribuir a la sociedad. Este razonamiento llevaría a la absurda conclusión de que Juan debería permitir que mataran a su hijo, con la esperanza de que los agresores algún día enmienden sus acciones. Sin embargo, esta lógica no solo es fría, sino profundamente inmoral.

El derecho de Juan a proteger a su hijo y garantizar su seguridad no puede ser subordinado a un cálculo de posibles beneficios futuros para otros. Aunque los niños agresores son víctimas de las circunstancias que los llevaron a esta situación, eso no disminuye la responsabilidad de Juan de defender la vida de su hijo, quien es completamente inocente y depende de él para su supervivencia.

Este ejemplo también puede servir como analogía de los dilemas éticos que enfrentan las naciones en situaciones de guerra. A menudo, los civiles son utilizados como herramientas por fuerzas hostiles, lo que genera dilemas trágicos. Idealmente, se busca minimizar el daño a civiles, pero cuando una nación es atacada, tiene el derecho de defenderse, incluso si esto implica decisiones que resulten en la muerte de inocentes. Los soldados que luchan para proteger a sus países también tienen familias, derechos y dignidad, y no son simples piezas sacrificables en una narrativa mayor.

El problema de la “aritmética moral” es que intenta cuantificar lo incuantificable. No se puede pedir a Juan que valore las vidas de los niños agresores por encima de la de su hijo basándose en factores como su “potencial futuro”. La dignidad de su hijo no es negociable, y su deber moral como padre es protegerlo, aunque eso implique tomar decisiones dolorosas.

La idea de reducir dilemas éticos a un cálculo matemático simplifica en exceso la complejidad de la moralidad. Las vidas humanas no son números intercambiables; cada persona tiene un valor único e irreemplazable. Este enfoque matemático no reconoce que, para Juan, su hijo representa un universo entero de amor, esperanza y responsabilidad. Exigirle que sacrifique a su hijo para salvar a los niños agresores equivaldría a negarle su derecho a la felicidad y a su obligación moral de proteger lo que más ama.

Este experimento mental no solo expone las limitaciones del consecuencialismo, sino que subraya la necesidad de una ética que respete la dignidad humana en todas sus formas. Aunque las decisiones éticas en situaciones extremas nunca son perfectas ni libres de dolor, una moralidad auténtica debe reconocer el derecho de cada individuo a defender su vida y la de sus seres queridos, incluso en los contextos más desgarradores.

Esta argumentación sobre los dilemas éticos extremos también encuentra eco en situaciones de la vida cotidiana, aunque de menor dramatismo. Por ejemplo, en el contexto de los espacios públicos, a menudo toleramos conductas que transgreden normas de convivencia bajo el argumento de que quienes las realizan son personas marginadas, en condiciones vulnerables o atrapadas en dinámicas sociales desfavorables. Estas circunstancias, sin duda, merecen empatía y soluciones humanas, pero no deben convertirse en una justificación para exigir al resto de los ciudadanos que sacrifiquen su calidad de vida y sus derechos en nombre de una mal entendida “tolerancia”.

Tomemos el caso de la prostitución y el consumo de drogas en espacios públicos. Estos fenómenos suelen estar asociados a pobreza, explotación y falta de acceso a oportunidades. Sin embargo, su presencia en entornos habitados o frecuentados por familias, especialmente niños, crea un entorno inseguro y deteriorado que afecta la calidad de vida de quienes intentan criar a sus hijos en un espacio saludable y protegido.

Los padres tienen el derecho a exigir que las calles de sus comunidades no estén marcadas por actividades que puedan exponer a sus hijos a riesgos físicos, psicológicos o morales. Aunque es esencial abordar las causas de fondo que llevan a la prostitución o al consumo de drogas, como la falta de vivienda, la pobreza y las adicciones, esto no puede implicar que el resto de la sociedad deba resignarse a compartir sus espacios cotidianos con estas problemáticas sin remedio aparente.

De manera similar, la tolerancia hacia comportamientos incívicos, como el descuido de la limpieza en espacios públicos o el vandalismo, suele justificarse apelando a las dificultades sociales de quienes los cometen. Sin embargo, la suciedad acumulada, el daño a la infraestructura o el desorden en parques, plazas y calles impacta negativamente en la calidad de vida de todos los habitantes, especialmente los niños, que necesitan entornos seguros y agradables para desarrollarse plenamente. No es justo ni razonable que la empatía hacia ciertos grupos marginados implique desatender el derecho de los demás a espacios públicos funcionales y limpios.

El bienestar subjetivo de cada ciudadano es intransferible y no puede sacrificarse bajo un enfoque que priorice de manera desproporcionada a quienes transgreden las normas por situaciones personales o estructurales difíciles. Al igual que en los ejemplos anteriores, existe una línea ética clara: si bien debemos trabajar para reducir las desigualdades y marginaciones que llevan a estas conductas, el resto de la ciudadanía no tiene por qué ser obligada a convivir con entornos degradados que afectan su calidad de vida y su derecho a vivir en comunidad con seguridad y dignidad.

Esto resulta particularmente importante cuando se considera el impacto que estos entornos tienen en las nuevas generaciones. Los niños necesitan crecer en espacios donde puedan desarrollarse sin estar expuestos a la violencia, el consumo de drogas o la explotación. Negarles este derecho en nombre de una tolerancia mal entendida es equivalente a priorizar las problemáticas de unos pocos por encima del bienestar del individuo.

No se trata de adoptar posturas punitivas o de negar la necesidad de políticas que aborden las raíces de la marginación. Al contrario, es crucial trabajar en soluciones integrales que incluyan rehabilitación, acceso a servicios básicos y oportunidades de reinserción social para las personas en situaciones de vulnerabilidad. Sin embargo, estas políticas deben coexistir con un firme compromiso de garantizar que los espacios públicos sigan siendo lugares seguros y agradables para todos los ciudadanos.

La defensa de un entorno digno y seguro no es incompatible con la empatía hacia las dificultades de los marginados. Pero, al igual que Juan tiene derecho a proteger a su hijo en el ejemplo anterior, las comunidades tienen derecho a preservar la calidad de sus espacios y garantizar el bienestar de todos los ciudadanos.

Volviendo a lo anterior, en el caso de Juan, su decisión de proteger a su abuela o a su hijo es algo que, desde su perspectiva, tiene un valor incalculable. Para él, su abuela o su hijo es un ser irreemplazable, y el amor y lealtad que siente hacia ella lo llevan a hacer lo que sea necesario para salvarla, incluso si eso implica enfrentarse al joven y quitarle la vida. Este tipo de decisiones no pueden ser juzgadas como moralmente incorrectas basándose en un cálculo aritmético de consecuencias futuras.

Este ejemplo pone en evidencia los problemas inherentes al consecuencialismo, que intenta determinar la moralidad de una acción únicamente en función de sus posibles consecuencias. Este enfoque no logra captar la complejidad y singularidad de las decisiones éticas fundamentales. Las personas no son cifras en una ecuación, y sus vidas no pueden ser sopesadas como mercancías intercambiables.

Finalmente, este experimento nos invita a cuestionar la idea misma de que una vida puede ser considerada más valiosa que otra sobre la base de criterios externos como la edad o las circunstancias. ¿Quiénes somos nosotros para determinar el valor intrínseco de una vida en función de tales factores? La dignidad humana es, por definición, inalienable e indivisible. Tratar de reducirla a un cálculo sobre contribuciones futuras o potenciales es negar la verdadera naturaleza de la moralidad, que se basa en el respeto irrestricto a cada individuo como un fin en sí mismo, independientemente de su situación particular o su utilidad potencial.

Cada individuo posee el mismo derecho a vivir su vida y buscar su felicidad que cualquier otro. Sin embargo, es común que olvidemos este principio fundamental, que radica en el hecho de que cada persona es un fin en sí misma. Una sociedad que construye su bienestar a partir del sacrificio de unos pocos no es más que una distopía, ya que esos pocos tienen el mismo derecho a vivir en plenitud y felicidad que el resto. No importa cuánto placer o beneficio derive la mayoría de su sufrimiento: la tortura y el sacrificio de otros jamás pueden ser moralmente justificables, porque cada ser humano merece respeto y dignidad, sin importar las circunstancias.

La verdadera moralidad no surge del cálculo frío de consecuencias, sino del respeto incondicional por la dignidad humana y el reconocimiento del derecho de cada persona a buscar su bienestar subjetivo. Juan, en este sentido, tiene todo el derecho a defender la vida de su abuela, sin que ningún argumento que valore la vida del agresor como “más valiosa” pueda socavar este derecho. El valor de la vida no se mide mediante cualidades externas como la edad, el potencial o las expectativas de vida futuras.

Este experimento mental revela la falacia de intentar aplicar una “aritmética de valores” para evaluar vidas humanas. El juicio moral sobre una situación o una persona no puede reducirse a factores externos y objetivables; por el contrario, debe fundarse en la experiencia subjetiva e individual. Los dilemas éticos clásicos, como el del tranvía, fallan al pretender que el valor humano pueda ser evaluado de manera matemática, y su conclusión consecuencialista subestima la complejidad de las decisiones morales reales.

Como señala la filósofa Martha Nussbaum en su libro “La Carta de la Dignidad”, la dignidad humana no es algo que se pueda negociar o sopesar, es un principio fundamental que debe guiar nuestras decisiones éticas. Nussbaum argumenta que cada persona tiene derecho a una vida digna y que el valor de cada vida humana debe ser respetado en su singularidad. Este enfoque es crucial para desafiar la lógica de la “aritmética moral”, que intenta clasificar vidas en función de criterios externos y utilitarios.

Cinco vidas no son intrínsecamente más importantes que una, ni una es más valiosa que cinco. Los juicios sobre el valor de la vida solo pueden ser válidos desde la perspectiva personal de quien los realiza. Lo que es significativo para una persona puede no serlo para otra, y ninguna valoración externa puede sustituir esta dimensión subjetiva. Por tanto, cualquier intento de objetividad en la moralidad debe fundamentarse en la defensa del bienestar subjetivo de cada individuo, reconociendo que cada ser humano es un universo en sí mismo, y que su vida y bienestar no pueden intercambiarse o subordinarse al de otros bajo ningún cálculo moral externo.

Fuentes:

Singer, P. (1993). Practical Ethics (2nd ed.). Cambridge University Press.

Thomson, J. J. (1985). The trolley problem. Journal of Philosophy, 96(6), 204-224.

Aristóteles. (2004). Nicomachean Ethics (R. Crisp, Ed. & Trans.). Cambridge University Press. (Original work published ca. 350 B.C.E.).

Hume, D. (1739). A Treatise of Human Nature (L. A. Selby-Bigge, Ed. & P. H. Nidditch, Trans.). Oxford University Press. (1978).

Nussbaum, M. C. (2006). Frontiers of Justice: Disability, Nationality, Species Membership. Harvard University Press.


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