Por Leandro Castelluccio
El plebiscito sobre la seguridad social en Uruguay celebrado las pasadas elecciones nacionales del 27 de octubre de 2024 (que no alcanzó los votos suficientes para aprobarse), generó un sinfín de debates centrados en los efectos prácticos de la reforma: desde cómo podría beneficiar a los sectores más vulnerables, hasta cómo podría perjudicarlos a largo plazo.
Pese a no haber salido, el problema de la sostenibilidad de la seguridad social, la edad jubilatoria y el poder de compra de las futuras pensiones, sobre todo las más bajas, sigue siendo fuertemente debatido, y muy probablemente se seguirán realizando nuevas reformas, donde cada vez más surge con fuerza un grupo de actores que reclaman mayor redistribución de la riqueza y sistemas de pensiones con mayor “justicia social” y “solidaridad”.
Más allá de los tecnicismos económicos, sin embargo, existe un aspecto fundamental que ha sido dejado de lado en las discusiones: el derecho de propiedad, una cuestión que debería preocuparnos tanto o más que las implicancias económicas.
Las AFAP en Uruguay (Administradoras de Fondos de Ahorro Previsional) son instituciones financieras privadas creadas en 1996 como parte de la reforma del sistema de seguridad social, implementando un régimen de capitalización individual. Cada trabajador contribuye a un fondo de ahorro propio administrado por una AFAP, que invierte esos fondos en diferentes instrumentos financieros con el objetivo de generar rendimientos.
Las AFAP complementan el régimen de solidaridad intergeneracional del Banco de Previsión Social (BPS), formando un sistema mixto de jubilación. Este sistema mixto es obligatorio para trabajadores dependientes nacidos después de 1973 con ingresos medios y altos, quienes deben aportar a una AFAP y al BPS, diversificando así sus fuentes de ingreso para la jubilación.
La propuesta del plebiscito fue de eliminar las AFAP y transferir los ahorros de los trabajadores al BPS, lo cual planteó una disyuntiva filosófica crucial. John Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, afirmaba que la propiedad privada es un derecho natural que deriva del trabajo de cada individuo. Según esta visión, el Estado no tiene la autoridad moral para disponer de la propiedad privada, ya que esta es anterior y superior al poder del Estado. La propuesta del plebiscito desafió en cierta forma este principio, al sugerir que los fondos acumulados en las AFAP pueden ser apropiados por el Estado sin compensación.
El derecho de propiedad, visto como una extensión de la libertad individual, es considerado por muchos filósofos y economistas como un pilar esencial en una sociedad justa. La propiedad privada permite al individuo disponer de los frutos de su trabajo y, a su vez, fomenta la responsabilidad personal y el progreso económico. Como señalaba Hernando de Soto en El misterio del capital, los países que protegen los derechos de propiedad han logrado mayores niveles de desarrollo y bienestar. De Soto argumenta que, en una sociedad que respeta la propiedad privada, los ciudadanos pueden transformar su trabajo en capital y, a su vez, en riqueza, lo que genera beneficios no solo para el individuo, sino para la economía en su conjunto. Sin un sistema sólido de derechos de propiedad, la creación de valor y el incentivo para el esfuerzo individual se ven considerablemente limitados.
Por este motivo, se pudo apreciar preocupación en los mercados y entre los inversores frente a un ambiente de incertidumbre pues la derogación de la reciente reforma hubiese implicado mantener el sistema de seguridad social en su esquema anterior, que varios expertos y organismos consideran insostenible financieramente a largo plazo. Ante el posible revés, los inversores temieron un incremento en el déficit fiscal y un aumento de la deuda pública, ya que el Estado seguramente tendría que enfrentar mayores obligaciones para cubrir las jubilaciones. Esta percepción de riesgo elevó la cautela entre los inversores, afectando la confianza en el mercado y en la estabilidad económica del país.
Pero más allá del impacto fiscal, una posible aprobación del plebiscito puso en riesgo la estabilidad legislativa y la seguridad jurídica que han sido claves en la atracción de inversiones en Uruguay. El país se ha caracterizado por una estabilidad institucional y un marco jurídico confiable, elementos que otorgan previsibilidad a los inversores y diferencian a Uruguay en la región.
Y este es un punto crucial que el pensamiento cuasi lineal y sesgado de los grupos de izquierda que han promovido el plebiscito no logran captar. Esta lógica lineal y sesgada, parece pasar por alto las complejidades y efectos en cadena de un sistema económico interdependiente. Al criticar al “gran capital” y buscar políticas que lo limiten o modifiquen abruptamente, se tiende a ignorar que las inversiones y el capital no solo provienen de una élite abstracta, sino que representan flujos de recursos que generan empleo, innovación y bienestar en la economía real. En un mundo globalizado, donde los mercados financieros y las empresas tienen opciones diversas para invertir, una política percibida como inestable o adversa hacia el capital puede llevar a una reubicación del mismo a países con climas regulatorios más predecibles y estables.
Esto tiene efectos muy reales en la prosperidad de los ciudadanos: al reducir la inversión, disminuye la creación de empleo, los salarios pueden estancarse y las oportunidades de crecimiento se ven limitadas. La riqueza, en un sistema interconectado, no se genera aislando al país de los flujos globales de capital; al contrario, es justamente la apertura, sumada a una base de políticas estables y pro-crecimiento, la que permite que los recursos fluyan, incentivando la producción y aumentando el bienestar general.
En otras palabras, la intención de buscar justicia social buscando atacar y extraer recursos del “gran capital” sin considerar el contexto global suele tener el efecto opuesto al deseado, generando fuga de recursos y limitando el desarrollo económico. A menudo, son los ciudadanos de menores ingresos quienes terminan pagando el precio, ya que se reducen los fondos disponibles para programas sociales, infraestructura y otras áreas clave que dependen de un ecosistema financiero sólido y en crecimiento, que no ahuyente al ahorrista e inversor.
El estado de derecho es una de las más grandes invenciones de la civilización occidental, cuya función primordial es proteger al individuo —su vida, libertad y propiedad— de los abusos, no solo de otros individuos, sino también del propio Estado. Este principio es, por naturaleza, individualista, pues coloca al individuo como la unidad central, por encima del colectivo, sin hacer distinciones basadas en clase, raza, religión o capacidades personales. Como sostuvo Ayn Rand, el reconocimiento de los derechos individuales implica que cada ser humano es un fin en sí mismo, y no un medio para los fines de otros. Bajo esta premisa, las injusticias que uno considera que existen en el mundo, como creer que unos se jubilan con mucho, mientras que otros con muy poco, no justifican la violación de estos derechos ni el trato desigual ante la ley. El individuo sigue siendo un individuo, independientemente de sus circunstancias, y cualquier política que afecte a la sociedad debe respetar esa esfera inviolable de los derechos individuales.
En el caso del derecho de propiedad y el plebiscito, tal como sostenía Robert Nozick en Anarquía, Estado y Utopía, la redistribución forzada es moralmente indefendible porque vulnera el derecho fundamental que tiene cada persona sobre los frutos de su trabajo. Para Nozick, la justicia en la propiedad solo puede nacer de intercambios voluntarios; cualquier intervención estatal que obligue a la colectivización de los recursos individuales —como en el caso del plebiscito— representa una violación inaceptable de este principio.
Quienes apoyaron la reforma sostienen que es hora de que quienes más tienen contribuyan más, citando argumentos como “hay demasiadas exoneraciones fiscales a grandes capitales” o “los ricos deben aportar más para financiar las jubilaciones”. Pero este enfoque, como bien señalaría Friedrich Hayek, pone en peligro la libertad individual. En Camino de servidumbre, Hayek advertía que cuando el Estado se arroga el derecho de disponer de la propiedad privada para fines colectivos, se abre la puerta al autoritarismo y al abuso de poder. Si aceptamos que el derecho de propiedad es una construcción social que puede ser redefinida por el Estado, estamos despojando a los individuos de una de sus libertades más fundamentales.
Por otro lado, si entendemos el derecho de propiedad como natural e inalienable, tal como lo consagran las bases constitucionales de nuestra República en Uruguay, no podemos justificar la expropiación de los ahorros de los trabajadores bajo ningún criterio colectivo. Ni yo, ni un grupo de ciudadanos, ni el Estado mismo tenemos derecho a apropiarnos de la riqueza ajena, sin importar cuán “justa” o “noble” sea la causa. Como bien afirmaba Kant en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, la dignidad humana reside en el respeto incondicional de los derechos de los demás, y el derecho de propiedad es uno de ellos.
Y justamente porque los derechos son individuales y no colectivos, la violación de la propiedad es igualmente inaceptable sin importar la situación económica o social del afectado. Este principio es válido tanto para el almacenero de la esquina como para el gran empresario o terrateniente. No existe un derecho moral que justifique arrebatarle un solo peso al verdulero que trabaja día a día para sostener su negocio, pero tampoco al profesional independiente o al gran inversor que ha acumulado capital a lo largo de los años. De nuevo, como bien afirmaba Kant, los seres humanos deben ser tratados como fines en sí mismos, nunca como medios para un fin colectivo. La justicia no puede ser relativizada según el nivel de riqueza; los derechos individuales son universales y no deben ser condicionados por el éxito económico o las circunstancias de cada persona. Cualquier redistribución forzada, incluso bajo el pretexto de justicia social, es una violación de estos derechos fundamentales.
Por otro lado, se ha escuchado a algunos decir que el dinero en las AFAP no es realmente tuyo, pues tú no decidiste que ese dinero fuera para allí y si quisieras sacarlo, no puedes. Y si bien podemos estar de acuerdo en que el sistema no es perfecto, a mí también me gustaría decidir qué parte de mis ahorros destino a la jubilación y cómo los invierto, o si trabajo de forma independiente, me gustaría aportar voluntariamente a una caja y no de forma forzada, sin embargo, este no es un argumento a favor del plebiscito o futuras medidas similares, porque lo que esto hace es empeorar el derecho de propiedad. Con reformas como la del plebiscito, esos aportes dejarán de estar a mi nombre y ya no servirán a mi futura jubilación de forma directa, sino que pasarán a ser administrados por el Estado, lo cual incrementa la incertidumbre sobre su destino y mi control sobre ellos.
Al analizar la postura de la izquierda, encontramos una tendencia a priorizar la redistribución de recursos por encima de la defensa del derecho de propiedad. Muchos de los enfoques progresistas ven este derecho como una construcción social flexible que puede ser subordinada a objetivos colectivos. El filósofo y economista libertario Murray Rothbard argumentó en La ética de la libertad que cualquier acto de redistribución forzada —por más que sea impulsado con el fin de promover la igualdad— representa una forma de agresión contra la libertad individual. Rothbard sostenía que solo los individuos y las empresas, y no el Estado, pueden asignar los recursos de manera eficiente y justa, ya que el Estado carece de la autoridad moral para expropiar, aun con fines de equidad. Esta perspectiva resalta una crítica al enfoque de la izquierda: en su afán por corregir las desigualdades percibidas, tienden a intervenir en la propiedad privada sin considerar las implicaciones éticas y económicas de sus políticas.
Autores como Milton Friedman, en Capitalismo y libertad, también advertían que cuando el Estado amplía su poder en nombre de la justicia social, suele terminar reduciendo la libertad individual y el dinamismo económico. Friedman veía el papel de la propiedad privada como un contrapeso al poder estatal; sin este contrapeso, el poder del Estado podría volverse desmesurado, arriesgando los derechos de los individuos en favor de ideales colectivos impuestos. La propiedad privada, entonces, es vista en esta tradición libertaria como una barrera necesaria contra la centralización y el autoritarismo.
Esto lo podemos ver ilustrado en sus últimas consecuencias a través de la evolución de dictaduras como la de Venezuela o el avance que significó el Kirchnerismo en Argentina, donde las intervenciones estatales han tenido un impacto significativo en los derechos individuales y la prosperidad económica.
En Venezuela, el régimen de Hugo Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, se ha caracterizado por la expropiación de propiedades privadas y la redistribución de recursos en nombre de la justicia social y la equidad. Estas medidas, aunque inicialmente populares entre ciertos sectores de la población, han resultado en una economía devastada y una pérdida generalizada de libertades. La expropiación de empresas y tierras, junto con el control estatal de industrias clave, ha llevado a una disminución drástica de la inversión privada y a la fuga de capitales, lo cual ha exacerbado la crisis económica. La inseguridad jurídica y la incertidumbre sobre el futuro de la propiedad privada han desincentivado la iniciativa empresarial, resultando en escasez de bienes básicos, inflación descontrolada y un colapso de los servicios públicos. Esto ejemplifica cómo la subordinación del derecho de propiedad a objetivos colectivos puede culminar en un deterioro significativo de la prosperidad económica y de los derechos individuales.
En Argentina, el Kirchnerismo implementó políticas que, si bien no tan drásticas como en Venezuela, también han tenido efectos perjudiciales sobre la economía y los derechos de propiedad. Bajo las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, se llevaron a cabo nacionalizaciones de empresas, controles de precios y restricciones a las exportaciones, justificadas por la necesidad de proteger la economía nacional y promover la justicia social. Sin embargo, estas medidas han generado incertidumbre y desconfianza entre los inversores, tanto nacionales como extranjeros, contribuyendo a problemas económicos crónicos como la inflación, el déficit fiscal y la fuga de capitales. Además, las restricciones al mercado y la intervención estatal en la economía han limitado la capacidad de las empresas para operar eficientemente, afectando la creación de empleo y el crecimiento económico. El avance del Kirchnerismo ha mostrado cómo la intervención estatal, aunque bien intencionada, puede debilitar el dinamismo económico y erosionar la confianza en el respeto a la propiedad privada.
Ambos casos destacan la importancia del derecho de propiedad como un pilar fundamental para la libertad individual y la prosperidad económica. Las políticas que ignoran o subordinan este derecho en nombre de objetivos colectivos tienden a generar más problemas que soluciones, debilitando tanto la economía como las libertades individuales.
Aunque ni la derecha ni la izquierda son infalibles en su tratamiento del derecho de propiedad, creo que se puede observar una mayor inclinación de la derecha a preservar este derecho en comparación con la izquierda. La derecha tiende a valorar el papel de la propiedad privada como un eje central para la libertad y la autonomía individual, argumentando que el respeto a la propiedad es fundamental para el desarrollo económico y la estabilidad social. Si bien autores como Thomas Sowell han criticado las políticas conservadoras por muchas veces ser contradictorias en cuanto a la intervención económica, Sowell también señala en Conflicto de visiones que la derecha, en general, tiene una mayor propensión a aceptar los riesgos inherentes al mercado, confiando en la libertad del individuo sobre las intervenciones centralizadas del Estado.
En cambio, desde un enfoque de izquierda, el Estado es percibido como un agente necesario para corregir las “fallas” del mercado, lo que muchas veces justifica políticas que intervienen en la propiedad privada. Este enfoque presenta una visión de la economía en la que la propiedad privada se ve como subordinada al bienestar colectivo. Pero como bien advirtió Ludwig von Mises en La acción humana, los intentos de socialización de la economía, ya sea mediante la expropiación o la redistribución, tienden a erosionar las bases de la prosperidad, ya que rompen los incentivos de producción y ahorro de los individuos. Para Mises, la protección del derecho de propiedad no es solo una cuestión económica, sino que representa una base ética para la convivencia en sociedad.
En este plebiscito, lo que realmente se puso en juego no solo fue la sostenibilidad de nuestro sistema previsional, sino también los cimientos éticos sobre los que se sostiene nuestra sociedad. Como ciudadanos, debemos reflexionar profundamente sobre si a futuro estamos dispuestos a sacrificar el derecho de propiedad, que es la base de nuestras libertades, por un enfoque que, aunque bienintencionado, puede erosionar principios esenciales para la convivencia en una sociedad libre, y en la práctica perjudicar aún más la prosperidad y el crecimiento económico. Este derecho, entendido desde la perspectiva clásica liberal y libertaria, representa un principio inalienable que permite al individuo conservar y disponer de los frutos de su trabajo. Tal como argumentaban pensadores como Locke y Kant, la propiedad privada es un derecho natural que debe ser respetado, y su vulneración en nombre de la justicia social o la redistribución socava la autonomía individual.
El análisis de este derecho en el contexto de la reforma previsional nos enfrenta a una disyuntiva entre dos visiones políticas. La izquierda, al priorizar la justicia social y la redistribución, tiende a ver el derecho de propiedad como una construcción que puede adaptarse a las necesidades colectivas, aunque esto implique disminuir el control del individuo sobre sus bienes. Esta postura, que puede parecer noble en sus intenciones, plantea riesgos importantes: al dar mayor poder al Estado para intervenir en los recursos individuales, se debilitan las barreras que protegen la libertad personal. Como advierte Hayek en Camino de servidumbre, el poder estatal de disponer de la propiedad privada puede llevar al autoritarismo, ya que las restricciones sobre la propiedad suelen convertirse en restricciones sobre la libertad misma.
Pero más allá de esto, la balanza moral de nuestra cultura necesita inclinarse cada vez más hacia un entendimiento del interés individual, la soberanía personal y la propiedad privada como éticamente superior a los intentos de ver al individuo y su propiedad como una mera herramienta de un supuesto bienestar colectivo.
Aunque esta reflexión no pretende abarcar la totalidad de este debate, es crucial comprender que es legítimo y ético velar por el propio bienestar. La solidaridad o el altruismo impuesto no tienen por qué ser intrínsecamente superiores ni prevalecer sobre los valores, metas e intereses personales. Defender la propiedad y la soberanía individual frente a intentos de expropiación—ya sea mediante impuestos, nuevas leyes, plebiscitos o fenómenos como la inflación—es, en esencia, justo y moral.
Tal como argumentaba Rand,el altruismo impuesto es incompatible con la libertad individual, ya que anula la capacidad de cada persona para actuar de acuerdo con sus propios valores y metas. Según esta autora, vivir para el propio bienestar, guiado por la razón y sin el sacrificio obligatorio hacia otros, no solo es el camino hacia una existencia plena y libre, sino que también representa un marco ético más avanzado. Defender la propiedad y la autonomía personal no es solo una cuestión práctica, sino también moral: renunciar a esto en favor de demandas colectivistas equivaldría a negar el derecho fundamental de cada individuo a vivir como un fin en sí mismo. De esta forma, los mecanismos que comprometen la libertad de elección—como los impuestos, la inflación, o regulaciones forzadas—representan una erosión injusta de los derechos individuales, y es inmoral.
Por otro lado, aunque la derecha tampoco es perfecta en su defensa del derecho de propiedad, esta suele mantener una postura más favorable hacia la autonomía del individuo en el ámbito económico, protegiendo con mayor consistencia la libertad de mercado. Desde esta perspectiva, como señalan Friedman y Rothbard, el papel del Estado debería limitarse a proteger los derechos individuales, permitiendo a las personas prosperar en función de su esfuerzo, sin el riesgo de perder sus bienes por decisiones políticas. Friedman, en particular, defendía la idea de que el respeto a la propiedad privada es esencial para la libertad, ya que sin una base de seguridad económica no puede haber verdadera independencia política.
Al entender la propiedad privada como una base para la prosperidad y la justicia, el Estado debería comprometerse a respetar este derecho, garantizando que la protección de los recursos individuales no esté sujeta a cambios de ideología o a los vaivenes de las políticas. Sin caer en una justificación utilitarista del derecho de propiedad, la realidad es que la experiencia histórica muestra que las sociedades que protegen el derecho de propiedad alcanzan mayores niveles de crecimiento económico y bienestar general, ya que cada individuo es incentivado a contribuir al desarrollo, lo cual beneficia tanto al individuo como a la comunidad.
En última instancia, la verdadera pregunta es qué tipo de sociedad queremos construir. Una sociedad donde el Estado tiene el poder de intervenir en los bienes de los ciudadanos con fines redistributivos puede, en el corto plazo, reducir algunas desigualdades económicas; sin embargo, en el largo plazo, esta tendencia tiende a erosionar la libertad y a disuadir la generación de riqueza, como lo advertía Mises en La acción humana. En cambio, una sociedad que respeta la propiedad privada y los derechos individuales es más resiliente y capaz de adaptarse a los cambios económicos, fomentando una verdadera igualdad de oportunidades basada en el esfuerzo personal y no en la dependencia del Estado.
Este plebiscito puso en la mesa una cuestión mucho más profunda que la reforma del sistema de pensiones: nos enfrenta a la necesidad de decidir si estamos dispuestos a defender los principios que sustentan la libertad individual y la responsabilidad personal, o si preferimos delegar nuestro futuro a un Estado paternalista y colectivista. Las decisiones que tomemos a futuro tendrán consecuencias duraderas no solo para nuestro bienestar económico, sino también para el carácter ético de nuestra sociedad.
Fuentes:
De Soto, H. (2000). El misterio del capital: Por qué el capitalismo triunfa en Occidente y fracasa en el resto del mundo. Fondo de Cultura Económica.
Friedman, M. (1962). Capitalismo y libertad. University of Chicago Press.
Hayek, F. A. (1944). Camino de servidumbre. University of Chicago Press.
Kant, I. (1785). Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Felix Meiner Verlag.
Locke, J. (1689). Segundo tratado sobre el gobierno civil. Cátedra.
Mises, L. von. (1949). La acción humana: Tratado de economía. Ludwig von Mises Institute.
Nozick, R. (1974). Anarquía, Estado y Utopía. Basic Books.
Rand, A. (1964). La virtud del egoísmo. Signet.
Rothbard, M. (1982). La ética de la libertad. Humanities Press.
Sowell, T. (2009). Conflicto de visiones. Gedisa.
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