Imagen de portada: Foto por Pixabay
Por Jim Kozubek, escritor científico y biólogo computacional con sede en Cambridge, Massachusetts. Sus escritos han aparecido en The Atlantic, Time y Scientific American, entre otros. Su último libro es Modern Prometheus: Editing the Human Genome with Crispr-Cas9 (2016).
Editado por Pam Weintraub
Originalmente publicado en Aeon.co
Traducción al castellano por Leandro Castelluccio. Link a mis ensayos.
Primero, déjame decirte lo inteligente que soy. Tan inteligente. Mi maestra de quinto grado dijo que tenía talento para las matemáticas y, mirando hacia atrás, debo admitir que ella tenía razón. He captado correctamente el carácter de la metafísica como nominalismo trope, y puedo decirles que existe el tiempo, pero que no puede integrarse en una ecuación fundamental. También soy “inteligente en la calle”. La mayoría de las cosas que otras personas dicen son parcialmente ciertas. Y puedo darme cuenta.
Un artículopublicado en Nature Genetics en 2017 informó que, después de analizar decenas de miles de genomas, los científicos habían vinculado 52 genes a la inteligencia humana, aunque ninguna variante única contribuyó con más de una pequeña fracción de un punto porcentual a la inteligencia. Como la autora principal del estudio, Danielle Posthuma, una genetista estadística de Vrije Universiteit (VU) Amsterdam y VU University Medical Center Amsterdam, dijo a The New York Times que “hay un largo camino por recorrer” antes de que los científicos puedan realmente predecir la inteligencia utilizando la genética. Aun así, es fácil imaginar los impactos sociales que son inquietantes: estudiantes engrapando los resultados de la secuenciación del genoma en sus aplicaciones universitarias; potenciales empleadores minando datos genéticos para candidatos; clínicas de fertilización in vitro que prometen aumentos de QI mediante el uso de nuevas y potentes herramientas, como el sistema de edición de genomas CRISPR-Cas9.
Algunas personas ya se están apuntando a este nuevo mundo. Filósofos como John Harris de la Universidad de Manchester y Julian Savulescu de la Universidad de Oxford han argumentado que tendremos el deber de manipular el código genético de nuestros futuros hijos, un concepto que Savulescu denominó “beneficencia procreativa”. El campo ha extendidoel término “negligencia de los padres” a “negligencia genética”, lo que sugiere que si no usamos la ingeniería genética o el mejoramiento cognitivo para mejorar a nuestros hijos cuando podemos, es una forma de abuso. Otros, como David Correia, que enseña Estudios Americanos en la Universidad de Nuevo México, visualizan resultados distópicos, donde los ricos utilizan la ingeniería genética para traducir el poder de la esfera social al código perdurable del genoma mismo.
Tales preocupaciones son de larga data; el público ha estado en guardia sobre alterar la genética de la inteligencia al menos desde que los científicos inventaron el ADN recombinante. En la década de 1970, David Baltimore, quien ganó un Premio Nobel, cuestionó si su trabajo pionero podría mostrar que “las diferencias entre las personas son diferencias genéticas, no diferencias ambientales”.
Yo digo, siga soñando. De hecho, como sucede, los genes contribuyen a la inteligencia, pero solo en términos generales y con un efecto sutil. Los genes interactúan en relaciones complejas para crear sistemas neuronales que podrían ser imposibles de aplicar ingeniería inversa. De hecho, los científicos computacionales que quieren comprender cómo interactúan los genes para crear redes óptimas se han topado con la clase de límites estrictos sugeridos por el llamado problema del vendedor ambulante. En palabras del biólogo teórico Stuart Kauffman en The Origins of Order(1993): “La tarea es comenzar en una de las N ciudades, viajar por turnos a cada ciudad y regresar a la ciudad inicial por la ruta total más corta. Este problema, tan notablemente simple de plantear, es extremadamente difícil”. La evolución bloquea, desde el principio, algunos modelos de lo que funciona, y obstruye las soluciones de refinamiento durante milenios, pero lo mejor que pueden hacer los adictos a la computación para elaborar una red biológica óptima, dado algo de información, es utilizar heurísticas, que son soluciones abreviadas. La complejidad se eleva a un nuevo nivel, especialmente porque las proteínas y las células interactúan en dimensiones más altas. Es importante destacar que la investigación genética no está a punto de diagnosticar, tratar o erradicar trastornos mentales, ni de ser utilizada para explicar las complejas interacciones que dan lugar a la inteligencia. No diseñaremos superhumanos en el corto plazo.
De hecho, toda esta complejidad puede ir en contra de la capacidad de una especie para evolucionar. En The Origins of Order, Kauffman introdujo el concepto de “catástrofe de complejidad”, una situación en organismos complejos donde la evolución ya se ha optimizado, con genes interconectados de tantas maneras que el papel de la selección natural disminuye al mejorar la aptitud física para un individuo determinado. En resumen, una especie ha cambiado su forma de obtener una forma que no puede evolucionar o mejorar fácilmente.
Si la complejidad es una trampa, también lo es la idea de que algunos genes son de élite. En la década de 1960, Richard Lewontin y John Hubby hicieron uso de una nueva tecnología llamada electroforesis en gel para separar variantes únicas de proteínas. Demostraron que diferentes versiones de productos genéticos, o alelos, se distribuyeron con una variación mucho mayor de lo que nadie había esperado. En 1966, Lewontin y Hubby propusieron un principio llamado “selección equilibrada” para explicar que las variedades de genes subóptimas pueden permanecer en una población ya que contribuyen a la diversidad. El genoma humano funciona en paralelo. Tenemos al menos dos copias de cualquier gen en todos los cromosomas autosómicos, y tener copias variables de un gen puede ayudar, especialmente en la diversidad del sistema inmunitario, o cualquier función celular en la que la evolución quiera probar algo más riesgoso y al mismo tiempo mantener una versión de un gen que es probado y verdadero. En otras ocasiones, las variantes genéticas que pueden introducir algún riesgo o novedad pueden ser superpuestas o enganchadas, junto con una variante genética beneficiosa. Si existe una implicación para la inteligencia humana, es que los genes tienen una cualidad parásita de intrigarse unos a otros; ninguno es superior tanto como su utilidad se desarrolla explotando a sus compañeros genes.
Es importante destacar que, desde hace mucho tiempo, sabemos que 30,000 genes no pueden determinar la organización de los 100 billones de conexiones sinápticas del cerebro, lo que apunta a la realidad irrefutable de que la inteligencia está, en cierta medida, forjada a través de la adversidad y el estrés de desarrollar un cerebro. Sabemos que la evolución se basa en concesiones de riesgo para la ventaja, razón por la cual, creo, siempre llevaremos variaciones genéticas que corren el riesgo de autismo, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión y esquizofrenia; y es por eso que creo que la visión neoliberal de que la ciencia finalmente resolverá la mayoría de los problemas de salud mental es casi seguramente incorrecta. En la evolución, no hay genes superiores, solo aquellos que negocian un cierto riesgo, y unos pocos que son óptimos para entornos y tareas particulares.
Ojalá pudiera creer que la escritura está en mis genes, pero la novela tiene solo cientos de años, no lo suficiente como para que la evolución esté seleccionando novelistas, per se. La verdad es que la escritura requiere mucho trabajo, y los escritores pueden exhibir rasgos psicológicos que de otro modo son una desventaja, como el neuroticismo o el autoexamen implacable. Todos entendemos y compartimos estos rasgos hasta cierto punto. La evolución nos ha enseñado el hecho brutal de que la naturaleza es más competitiva cuando la aptitud comparativa entre competidores es la más delgada. A la luz de eso, la desigualdad de riqueza que ha surgido en las últimas décadas no es una validación de grandes brechas biológicas, sino que está impulsada por nuestra necesidad de justificar una ilusión de superioridad y control.Créeme. Yo deberia saber.
